Oculto entre los matojos de la hondonada que da a la ribera del río, Ramón Batía esperaba con inquieta paciencia su oportunidad de alejarse. Bocabajo entre la hojarasca y disimulado por la oscuridad de la noche acechaba los movimientos de los soldados, leyendo las sombras de sus perseguidores que a lo lejos ya parecían cansados de registrarlo todo. Pocas horas antes regresaba de Los Llanos en compañía del capitán Merckel cuando la tropa bajo el mando del oficial le disparó atravesándole el muslo derecho. Pudo escapar apenas a la lluvia de balas saltando al cauce. Sumergido vio los proyectiles trazar rayas blancas bajo las aguas antes de desvanecerse entre el cieno del fondo. Como práctico de caminos de las tropas de ocupación había sido testigo de tantos abusos de los marines en la Sabana de Chavón y por los campos de Magarín, la Candelaria y Hato Mayor que el capitán americano lo quería muerto. A dead man doesn’t speak.
La corriente lo ayudó a ponerse fuera del alcance de los fusiles. Entre los peces y crustáceos del fondo evitaba golpearse con las piedras y los troncos lamosos de viejos árboles ahogados. Había perdido mucha sangre y se hallaba en un estado de adormecimiento, debilitado, que se agravaba por el mareo que le causaban los remolinos. Un año atrás estaba de guardia en la fortaleza del Seibo cuando la vida le pasó una mala ficha. Llegaron los americanos, y el capitán ayudándose con gestos y escupiendo palabrejas como quien masca tabaco, en un imposible español preguntó a los oficiales y soldados formados en el patio quién era el mejor guía de caminos y atajos entre aquellos montes. Todos lo señalaron a él, al raso Batía. Tenía fama de buen caminador, que conocía palmo a palmo las madrigueras de los hurones y el árbol en el que anidaba cada pájaro. De niño había tenido apego por los lugares solitarios, intactos, aún no gastados por las miradas humanas que corroen los paisajes y los aniquilan. Sin preguntarle siquiera si aceptaba el puesto, el capitán lo puso a la vanguardia de la tropa americana y le ordenó marchar. Así recorrió las provincias del este, desde Cabo Engaño hasta Bayaguana, desde Sabana de la Mar a Guayacanes, viendo a las tropas de ocupación desarmar a los habitantes y despojarlos del ganado, sus mejores tierras y en ocasiones también de sus vidas.
Un par de kilómetros más abajo, donde las aguas forman rápidos, se vio obligado a salir a esperar la noche. Se revisó la herida, necesitaba cauterizarla quemándola con la pólvora de una bala o aceite keroseno para evitar que en pocos días se le pudriera la carne. El proyectil le dio tangencialmente y salió sin dañar el nervio ni la arteria. No podía abandonarse al sopor pues con toda seguridad sería aprehendido cuando al amanecer algún vecino delatase su presencia al sargento del puesto o al terrateniente, que en cualquier caso era lo mismo, eso si antes no caía en las manos de Vicentico Evangelista u otro jefe de los patriotas alzados que le ajustara las cuentas.
―¿Quién e’j‛uté?, ¿qué hace ahí tirao?
La voz a sus espaldas lo sorprendió. No escuchó el crujir de las hojas marchitas bajo sus pisadas. Instintivamente se dio vuelta en busca de una posición de ventaja. Le bastó un segundo para advertir que el extraño no venía armado. El rostro hierático, salpicado de verrugas, de piel oscura y maltratada, mostraba unos ojos pacíficos, desprovistos de extrañeza, como si hubiera esperado el encuentro. Tenía el pelo encrespado, amarillento, sujeto con una pañoleta roja muy sucia.
―¿No será a j’uté a quien andan bucando aquello s’americano armaos con esos pata ’e mulo? No se me asute, yo lo voy j’ayudar ―y le tendió una mano áspera, nervuda, que tiró con fuerza obligándolo a ponerse de pie―. Venga, que le voy a j’hacer una cataplama pa que no se le emponsoñe ese balaso.
Caminaron hasta vadear el río, sin aparente temor de los soldados. Desde allí era nulo el punto de mira, de modo que no les preocupó. Unos setenta pasos más allá de la orilla, adentrándose en el bosque las manos del anciano apartaron la floresta hasta descubrir la entrada de una gruta. Adentro, echado en un jergón de yaguas y madera rústica, Batía estaba lleno de interrogantes, sin saber por dónde comenzar. El viejo ajetreaba detrás de un anafe hirviendo yerbas y raíces.
―Don… ¿usté vive aquí? ―se le ocurrió decir tras pasear la vista alrededor de la cueva cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad. Tenía un aspecto de cierto orden, arregladita, con potecitos, yerbas secas y velas de colores. Había un altar con imágenes de santos.
―Umjú, por esto tiempo sí. Soy brujo y preparo remedio. Yo también ’toy j’huyendo, igual que j’uté ―contestó cuando se disponía a moler tres dientes de ajo mezclados con sábila y hojas de tomate―. ¿Y qué j’ue lo que j’uté hiso que lo s’americano andan revoltiao por agarrarlo?
Sin reservar detalles comenzó por referirle los eventos vividos en los meses recientes. Habló durante largo rato, pero el viejo parecía darle poca importancia. De vez en cuando lo interrumpía en los momentos más notables de la historia (“déjese echar e’te remedio en el hoyo del balaso ―le decía agitando en el aire un frasquito―, pa que no se le ponga prieto; sino van j’a tener que mocharle la pata”, “e’ta agüita e’ pa que no se le j’hinche cuando comience a caminar”). Por momentos, en las cercanías era notorio el movimiento de la tropa y voces de mando. Batía callaba tenso, conteniendo la respiración, para luego relajarse y continuar su relato; el viejo, sin embargo, seguía su labor sin mostrar ninguna preocupación por los soldados.
―Pero usté to’avía no me dice cómo se llama ni por qué anda j’huyendo por estos la’os. ¿Y tiene mucha visita?, ¿a usté no le preocupa que la gente lo chivatee con lo s’americano?
―Sí, de ve’ en cuando vienen alguno, porque yo hablo con lo’ muerto, curo enfermedade y hago ensalmo para mal de ojo. La gente a vece’ me pagan con gallinas o con vívere, se van satifecho. Por eso naide me va a vendé con lo s’americano o la autoridá. Con lo’ vivo y con lo’ muerto, e’ lo mismito. Y j’uté, ¿qué va a j’hacer cuando salga de su problema?
―Yo ’taba pensando ajuntarme con lo’ gavillero de Salustiano Goicochea o de Evangelista, pa e’plicarle que yo no andaba con lo s’americano porque quise, que fue contra mi voluntá. Yo tengo que contarle pa que me dejen tranquilo, pue’ creo que hasta lo’ gavillero me la tienen jurada. Y cuando viene a ve’ j’hasta me sumo a ello.
El viejo lo miró con un dejo de desprecio, no se lo esperaba. Entonces Batía preguntó: ―¿Qué pasa? ¿Dije algo malo? ―pero no obtuvo respuesta. Con la reputación que ya tenían Evangelista, Goicochea y otros jefes guerrilleros. Se decía tantas cosas. Que se dedicaban a la extorsión de los comerciantes y los administradores de los ingenios azucareros, que llevaban guerreando tanto tiempo que la propia guerra los había vuelto unos trapos de hombres, que el patriotismo de los primeros meses había sido contaminado por vagabundos y delincuentes sin que ellos hicieran nada por impedirlo. Pero así es la guerra, no se miran credenciales para sumar milicias; era imperioso sumar fuerzas. La guerra.
Había oscurecido completamente, sin duda los soldados se hallaban acuartelados. El cansancio por fin venció al herido. Sintió distenderse sus músculos y aflojarse sus nervios, durmió a pierna tendida unas pocas horas, pese lo incómodo que resultaba el jergón. Tal si fuese algo etéreo, se sentía una masa de carne fofa que flotara en el aire con el peso de un ala de mariposa, como si nunca hubiese descansado durante los meses de marchas forzadas con las tropas de Merckel. Al amanecer, el viejo, agachado, estaba frente a él, lo miraba. No le había sacado los ojos de encima en toda la noche, velando sus pesadillas y sus sudores de fiebre, diciendo entre dientes viejas oraciones al revés en lenguas ocultas, hablando con sus muertos, interpelando sus leves misterios y sus íntimos demonios. Batía se asustó al verlo en cuclillas a su lado gimiendo como un poseso galimatías de aparecidos.
―Párese que ya ’tan cantando lo’ gallo. Ya se pue’ d’ir. Bébase e’ta tisana pa que no se me le aflojen la’ rodilla’ ―dijo tendiéndole una jarra abollada y caliente.
―¿Pero usté cre’ que yo pueda caminar solo?
―¡Gua, pero j’uté si e’ blandito! Venga que lo voy j’a llevar al otro la’o del río. De ahí se va por su cuenta, solo ―le tendió nuevamente la mano nervuda.
Ayudándose con la fuerza del viejo, dio sus primeros pasos. Ya habían cruzado el río a la altura de los rápidos, entonces escucharon desde arriba de la hondonada un vozarrón que ordenaba detenerse con las manos en alto. Batía sintió un escalofrío como cuchillo rasparle la espalda desde los riñones hasta la nuca. Había sido apresado. Esta vez no habría escapatoria. Miró por última vez los árboles, el agua limpia del río deslizarse violenta entre las rocas; alzó los ojos y miró las nubes oscuras y sucias; el cielo en brumas recién tocado por los rayos solares. Vio todo como si ya nada le importara, ni el cielo, ni el monte, ni los pájaros, ni los lugares solitarios y verdes, inexplorados. Comenzaba a darse la vuelta, resignado a recibir un balazo, cuando escuchó la voz del pedáneo ordenarle al sargento: “Déjelo, es el viejo loco que habla con los muertos”.
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