“No hay peor ciego que el que no quiere ver, y en la política esa ceguera suele cobrarse el precio más alto”-adaptación de un proverbio.

El futuro que se vislumbra para el “comediante dictador” Zelensky guarda una inquietante semejanza con el trágico destino de Manuel Noriega, aquel “hombre fuerte de Panamá” que, tras destacarse como líder de la liberación nacional y eficiente agente de la CIA, acabó convertido en uno de los capos del narcotráfico más poderosos de su país. Paradójicamente, las mismas fuerzas invasoras que un día lo apoyaron terminaron por arrinconarlo, obligándolo a rendirse con bandera blanca al pie de los escombros de la Nunciatura del Vaticano en la ciudad de Panamá. No fue la épica de un Salvador Allende sosteniendo una metralleta, sino la ignominia de quien claudica sin condiciones.

Encumbrado y, a la vez, victimizado por los militaristas europeos y los demócratas globalistas, Zelensky parece encaminarse hacia las puertas de un juicio implacable, irónicamente orquestado por el principal promotor y financiador de esta guerra fratricida: Estados Unidos.

Ante el desprecio que el presidente Donald Trump muestra hacia cualquier participación —por mínima que sea— de la Unión Europea y Zelensky en un eventual acuerdo de paz o en la reconfiguración de las relaciones con Rusia, nuestro polémico actor político se aferra desesperadamente a la otra gran fuente, tanto de su fortuna personal como de las indecibles penurias y pérdidas humanas y territoriales de su nación: los miembros más poderosos de la alianza euroatlántica, con Alemania y Francia a la cabeza, sin dejar de mencionar, en su flanco, la postura servil de algunas de las antiguas repúblicas soviéticas.

Conocido maestro de la manipulación y la demagogia, diestro en la simulación y el engaño, y consumido por un odio visceral hacia todo lo que huela a cultura rusa, Zelensky parece no percibir que se hunde irremediablemente. Los aplausos que otrora sostenían su nacionalismo trasnochado y su ferviente adhesión a los —hoy venidos a menos— valores de Europa han terminado reduciéndose a un paupérrimo 4 % de aprobación. Es de suponer que ese escaso apoyo proviene de su círculo íntimo y de quienes han amasado fortunas a costa de las tumbas de más de medio millón de vidas truncadas.

Tal desconexión con la realidad no solo deja en evidencia su incapacidad de reconocer el desastre que ha provocado, sino que revela la inminente soledad política que comienza a angustiarlo, mientras la sociedad, sumida en el dolor y el desencanto, percibe cada vez más cerca el final de su agonía.

Occidente lo llamó a escena y lo manejó como una marioneta con apariencia de voz propia, abriendo de par en par los fondos y arsenales necesarios para infligir una derrota estratégica a una potencia nuclear con siglos de experiencia bélica. Con ese fin supremo, exhibieron a este “comediante de modesto éxito” en cuantas tribunas fue posible, como un héroe atormentado por las “atrocidades rusas”, aplaudiéndolo y encumbrándolo casi como a un Napoleón contemporáneo, muchas veces con el dinero de los contribuyentes norteamericanos a través de la USAID.

El cambio de administración en Estados Unidos oscureció aquel horizonte, cubriéndolo de súbitos nubarrones de tormenta. La indiferencia hacia Zelensky en la primera cumbre en Arabia Saudita —donde el tema ucraniano quedó relegado a un segundo plano— fue elocuente. No menos reveladora resultó la afirmación de Trump de que no considera necesario invitarlo a las negociaciones para poner fin al conflicto —“no deberías haber tenido una guerra. Y si la tuviste, deberías haberla resuelto inmediatamente”—, sumada a su categórica calificación de “dictador sin elecciones”.

La exigencia del mandatario estadounidense de que se reembolsen, con recursos minerales críticos o estratégicos, los 350.000 millones de dólares destinados al régimen de Kiev terminó de convertir al comediante de modesto éxito en un “ratón desesperado”, que ahora rechaza lo que califica como “propuesta neocolonial”, olvidando de un plumazo el plan en el que él mismo proponía de emplear los recursos naturales ucranianos como eje para ganar la guerra.

Incapaz de responder directamente a Trump, parece inclinarse a suplicar el apoyo de sus amigos belicistas en Croacia, Polonia, República Checa, Suecia, Luxemburgo, Eslovenia e Irlanda.

Algunos líderes europeos, acostumbrados a la generosa protección estadounidense, parecen rebelarse contra la administración Trump que se niega a auxiliar al hombre que se niega a aceptar el ocaso de su poder.

La intervención más osada surgió el 21 de febrero de labios de Annalena Baerbock, quien, hablando en nombre de toda Alemania, sostuvo: “Estamos aumentando la presión sobre los estadounidenses para que tengan tanto que perder como sea posible si dejan de estar al lado de las democracias liberales de Europa”. Añadió que “nadie puede decidir sobre la guerra y la paz por encima de los ucranianos o de nosotros, los europeos, y esa es una clara posición alemana”. Sin embargo, la realidad es que el desenlace del conflicto se ha decidido con —y gracias a— ellos, y todo indica que el bloque euroatlántico quedará fuera de la mesa de negociaciones cuando llegue el momento definitivo.

Todavía no llega la hora en que Europa termine de escupir y aislar por completo al dictador Zelensky. Es como el resultado de una reacción simplista al estilo de Trump que le disgusta, especialmente porque parece anteponer los intereses de su país a cualquier urgencia geopolítica. Lo cierto que, tal vez en mayor medida que las élites que respaldan a los demócratas, los dirigentes europeos de nuestros días mantienen viva la rusofobia: un genuino producto de la propaganda de los tiempos de Hitler. Para muchos de estos tipos, resulta irrelevante la liberación de buena parte de Europa por el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial, así como los millones de soldados soviéticos que cayeron en el camino.

La realidad es que el mundo avanza hacia la hegemonía de varios polos de poder y Europa tendrá que atender sus prioridades reales o arriesgarse a quedar como un simple apéndice de alguno de ellos.

La figura de Noriega parece cobrar vida en Zelensky. Corrompido por el poder y respaldado por los enemigos de Rusia, se niega a contemplar un horizonte de cordura y persiste en la ilusión de su antigua grandeza efímera soñando todavía con una victoria y el ingreso de Ucrania a la OTAN. Ojalá a Trump no se le ocurra la fórmula de la Panamá de Noriega porque ni la ucraniana ni ninguna otra nación merece ver destruidas las obras de su esfuerzo ni  vidas humanas inocentes.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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