Los venezolanos han intentado todo para recuperar su democracia. Probaron la vía electoral, eligieron una Asamblea Legislativa controlada mayoritariamente por la oposición, que designó un presidente interino, reconocido por 60 países, y más adelante lograron una probada y contundente victoria del opositor Edmundo González Urrutia, desconocida por autoridades electorales que, posteriormente, validarían el triunfo “arrollador” del oficialismo en unas fraudulentas elecciones parlamentarias, regionales y municipales con una altísima abstención.
Si a esto sumamos las infructuosas movilizaciones populares, las tentativas de insurrección militar y las improductivas negociaciones internacionales, combinado con unas sanciones internacionales tan ineficaces que permiten operar tranquilamente a Chevron, parecerían tener razón quienes entienden que la única salida es la de la intervención externa, para propiciar un “cambio de régimen” o su colapso.
En verdad, el “bolivariano” es un régimen que, una vez el populismo que sostenía la democracia electoral devino impopular, fue cerrando la vía electoral y, a través del férreo control de todos los poderes políticos y órganos constitucionales extrapoder, desmontó progresivamente el Estado de derecho.
De todos modos, uno no deja de sentirse como el teniente Weinberg (Tom Cruise) en la película Cuestión de honor, a quien el coronel Jessup (Jack Nicholson) increpa diciéndole que no tiene “ni el tiempo ni la inclinación de explicarle a un hombre que se levanta y duerme bajo la manta de la misma libertad que yo proporciono, ¡y luego cuestiona la forma en que la proporciono!”.
Hoy Venezuela es una economía devastada y una sociedad reprimida, con miles de presos políticos, torturados, desaparecidos, asesinados y millones de personas que han tenido que huir al extranjero, huida causada no por las sanciones, sino por el régimen chavomadurista.
Paradójicamente, el gobierno de Trump eliminó el estatus de protección temporal de 600,000 refugiados venezolanos y los retorna en dos vuelos semanales a Venezuela. Quizás este maquiavélico medio procura lograr el noble fin de aumentar la voz de quienes se movilizan y votan contra el régimen y disminuir relativamente el número de quienes apoyan al sistema, en un pésimo remedo de las tesis de Albert O. Hirschman.
Anyway, el chavomadurista es un régimen autocrático, un más que “Estado canalla” en su política exterior o una cleptocracia. En realidad es un “Estado de canallas”, al asociarse a grupos criminales organizados transnacionalmente que lo convierten en una “kakistocracia depredadora” donde gobiernan los peores, como bien ha señalado Allan Brewer-Carías.
¿Podrá la estrategia trumpista de la “máxima presión”, con el simbolismo de embarcaciones explotadas y supuestos narcotraficantes extrajudicialmente muertos —al margen del desprecio de las normas internacionales y del debido proceso que ello implica—, lograr el colapso del régimen chavomadurista sin necesidad de ilegales ataques en la tierra y desembarco de soldados? Ojalá que solo sean estos “daños colaterales” a civiles y al derecho los únicos que se produzcan para lograr la caída del régimen y la definitiva transición a la democracia y al Estado de derecho en la hermana nación.
De todos modos, uno no deja de sentirse como el teniente Weinberg (Tom Cruise) en la película Cuestión de honor, a quien el coronel Jessup (Jack Nicholson) increpa diciéndole que no tiene “ni el tiempo ni la inclinación de explicarle a un hombre que se levanta y duerme bajo la manta de la misma libertad que yo proporciono, ¡y luego cuestiona la forma en que la proporciono!”. A lo que algunos responden, con Pedro Mir: “Yo sé que tú defiendes un formidable imperio que se reclina bajo tus hombros, que en ti se apoya y extiende su comercio; yo sé que eres un portaviones todopoderoso, un dios marino que vomita fuego y hunde de un solo soplo las pequeñas Antillas como todo un poderoso portaviones”.
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