La presente entrega la hago junto a una estimada amiga con quien he compartido inquietudes por un mejor país, la psicóloga Lilian M. Pagán.
El aprendizaje es un cambio de conducta que se produce, generalmente, por una experiencia significativa. En algunos casos, para que ese cambio ocurra, la experiencia debe doler. Debe sacudirnos, incomodarnos, movernos del lugar seguro. Solo así pudiéramos entender que algo no debe repetirse. En general, los éxitos los celebramos y los fracasos nos dejan enseñanzas.
Lo que ocurre con las personas de manera particular, también se aplica a los grupos sociales como a las sociedades. Se esperaría que las circunstancias de la vida nos hagan mejores personas, o mejores grupos o sociedades, sobre todo si las mismas tienen consecuencias no deseadas.
Sin embargo, vivimos en una sociedad donde el dolor no parece provocar cambios. La injusticia, el abuso o el caos, cuando no traen consecuencias para quien los genera, quizás provoque indignación… pero como la inacción se normaliza, todo permanece igual. Así, nos acostumbramos y el desorden, la negligencia o la impunidad se vuelven parte del paisaje.
Lo acontecido en el Jet Set es una situación que pudiera contribuir con el cambio. Aunque se ha visto que el Ministerio Público ha tomado medidas respecto a los dueños del establecimiento, como era de esperarse, todo parece que la presión de los medios y las redes, más que el informe entregado, hacía la situación políticamente insoportable.
Qué casualidad que tales medidas se hicieron cuando el presidente se encontraba fuera del país cumpliendo con compromisos internacionales, propios de sus responsabilidades como estadista. Y quizás fue solo eso, casualidades.
Sorprende, sin embargo, que una tragedia que cobro cientos de vida, dejando en la orfandad a tantos niños, niñas y jóvenes, como también otras tantas de personas que de alguna u otra manera, viven las secuelas psicológicas de la tragedia por el impacto en su persona, las actitudes ciudadanas y la responsabilidad social de preservar vidas, aún están por verse.
La normalización del desorden en nuestras calles y carreteras, la construcción de grandes torres con obreros sin el más mínimo uso de implementos de seguridad, además de tomar las calles como patrimonio exclusivo de dichas empresas, sin que se tomen todas las precauciones por la seguridad de las personas que transitan por dichos espacios.
Vehículos de carga como autobuses privados o del transporte público que transitan en nuestras calles sin ninguna precaución, generalmente con las llantas desgastadas, cambiando de carriles a su antojo, obligando a quienes coincidan con ellos en las calles “echarse a un lado” para evitar ser impactado y, por supuesto, pasar un mal momento que nadie desea.
La “amigos motoristas”, cual manada silvestre que no obedecen a ninguna norma, pues para ellos no se aplican, se han adueñado de las calles y avenidas, como incluso autopistas, imponiendo su propia lógica muy lejos de lo que la ley de tránsito estipula o se consideraría un comportamiento ciudadano ejemplar y propio de una sociedad mínimamente civilizada.
Qué decir de la ya consabida invasión de las aceras y espacios públicos, con todo tipo de negocios y tarantines, sobre todo de comida sin ningún tipo de regulación sanitaria, que obligan a los ciudadanos de a pie “a tirarse a la calle” incluso, como única manera de poder transitar y avanzar hacia donde lo lleve su desplazamiento por la razón que fuere que lo justifique.
El periódico Diario Libre, en su edición digital de agosto 15 del 2023 bajo la firma del periodista Melbin Gómez ya había hecho un relato de las “explosiones que han causado grandes tragedias en los últimos 20 años en República Dominicana”, con pérdidas de vidas y daños cuantiosos, sin que esto nos permitiera aprender para no lamentar.
No sorprende que tragedias como la ocurrida pasen de nuevo sin una respuesta transformadora de comportamientos públicos que se convierten en factores de riesgos. El solo hecho del reclamo que por derecho legal les compete y sumada la falta de consecuencias para los responsables, deja a la población en una especie de limbo emocional.
Una sociedad anestesiada, que con cada golpe reacciona menos, siente menos y espera menos. Uno se pregunta: ¿dónde está la fibra que nos une como sociedad? ¿Dónde están quienes, incluso golpeados por una tragedia personal, deciden dedicar su vida a una causa para evitar que vuelva a ocurrir?
Una excepción que debe ser señalada y colocada incluso en algún pedestal social para su reconocimiento, Doña Melba Grullón, tras perder a su única hija en dicha tragedia, Alexandra Grullón, creó un fondo para becas de estudios universitarios y artísticos como soñaba su hija y, con ello, mantener su memoria viva. Aún en el dolor, ¡felicidades doña Melba!
La responsabilidad social no es un discurso, como ya nos tienen acostumbrados, es una urgencia que suponga la adopción de todas las medidas y acciones necesarias que transformen nuestro comportamiento social. Por el contrario, si todo se queda igual y si no hay consecuencias, nuevas personas vivirán las mismas tragedias en el futuro.
Es necesario reconstruir el tejido social: ese entramado de relaciones, normas, valores compartidos y vínculos solidarios que hacen posible la vida en común. No es solo convivencia: es compromiso, memoria y acción colectiva. Como han dicho muchos, cuando el tejido social se rompe, la sociedad pierde su capacidad de sostenerse a sí misma.
Una sociedad así —con memoria, con reacción, con coraje— sí puede aprender de sus errores. Y quizás, también, sanar para vivir un mejor futuro.
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