La propuesta de ley que fusiona el Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (MESCYT) con el Ministerio de Educación (MINERD), sometida recientemente por el Poder Ejecutivo al Congreso Nacional, ha reactivado un debate que va mucho más allá de la reorganización de estructuras estatales. Aunque formalmente se presenta como una reforma administrativa, el solo hecho de tocar la arquitectura del sistema educativo despierta, de manera inevitable, una expectativa mayor: la de que esta coyuntura sea aprovechada para transformar de fondo la educación dominicana.

Conviene, sin embargo, comenzar por una aclaración necesaria. El proyecto de ley no introduce una reforma educativa sustantiva. No redefine el currículo, no transforma los aprendizajes, no altera la formación docente ni rediseña el modelo de educación superior. Tampoco crea un nuevo sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación. Su alcance es estrictamente administrativo: suprime un ministerio y transfiere sus funciones a otro, manteniendo intactas las leyes sustantivas que rigen el sistema educativo. Leerlo de otro modo solo conduce a frustraciones o a expectativas que el propio texto no está en condiciones de cumplir.

Desde una racionalidad de modernización del Estado, la propuesta se justifica en criterios de eficiencia administrativa y de reducción de duplicidades institucionales. Bajo ese enfoque, la coexistencia de dos ministerios con competencias contiguas es interpretada como una fragmentación organizativa que convendría corregir mediante un reordenamiento institucional. La fusión se plantea, por tanto, como una solución administrativa orientada a concentrar la rectoría, sin que de ello se desprenda necesariamente una mejora en la calidad, la pertinencia o la capacidad transformadora del sistema educativo.

El problema no radica en esa racionalidad, sino en confundir orden administrativo con transformación educativa. La experiencia comparada es clara: los sistemas educativos complejos no mejoran automáticamente porque sus organigramas sean más simples. La calidad, la equidad y la innovación no emergen de la eficiencia administrativa por sí sola, sino de decisiones sustantivas sobre qué se enseña, cómo se enseña, cómo se apoya a los docentes y cómo se articula la educación con el desarrollo.

Uno de los efectos más sensibles de la propuesta es la concentración de la rectoría administrativa en un solo ministerio. Este hecho exige una lectura cuidadosa. No toda centralización es negativa, ni toda descentralización es virtuosa. De acuerdo con UNESCO IIEP (2025), los sistemas educativos más eficaces no son necesariamente los más centralizados, sino aquellos que combinan una rectoría nacional clara con capacidades sólidas en los niveles intermedios —distritos, regionales u otras instancias territoriales— capaces de acompañar pedagógicamente a las escuelas.

La mejora de los aprendizajes en los niveles inicial, básico y medio no se produce en la cúspide del sistema educativo, sino en la interacción cotidiana entre docentes, equipos directivos y estructuras intermedias que logran traducir la política nacional en práctica pedagógica contextualizada. El riesgo de la fusión, tal como está planteada, es reforzar una lógica vertical de control sin redefinir explícitamente el rol del nivel intermedio como motor de mejora.

La brecha se vuelve aún más evidente al observar el tratamiento de la educación superior y de la ciencia, la tecnología y la innovación. El proyecto posterga explícitamente estas reformas para leyes futuras. La educación superior queda subsumida en una lógica administrativa más amplia, sin una hoja de ruta clara para su fortalecimiento, y la construcción de un sistema nacional de ciencia e innovación vuelve a diferirse, pese a su centralidad para el desarrollo productivo y la competitividad del país.

De acuerdo con UNESCO IIEP (2025), los sistemas educativos más eficaces no son necesariamente los más centralizados, sino aquellos que combinan una rectoría nacional clara con capacidades sólidas en los niveles intermedios —distritos, regionales u otras instancias territoriales— capaces de acompañar pedagógicamente a las escuelas.

Algo similar ocurre con el aseguramiento de la calidad. La fusión pudo haber sido una oportunidad para crear una arquitectura institucional autónoma y especializada de evaluación y acreditación, condición clave para la mejora sostenida del sistema. En cambio, la calidad permanece subsumida en la estructura ministerial, debilitando la independencia técnica que la experiencia internacional considera indispensable para la credibilidad y la mejora.

El componente presupuestario refuerza esta lectura. Al extender el 4 % del PIB a todo el sistema educativo, el proyecto redefine silenciosamente un pacto social histórico, concebido originalmente como piso mínimo para la educación preuniversitaria, con la expectativa de incrementos progresivos adicionales para la educación superior, la ciencia y la innovación. Sin compromisos explícitos de crecimiento del gasto educativo, la reforma corre el riesgo de redistribuir escasez en lugar de expandir capacidades.

De la convergencia de estos elementos surge una conclusión difícil de eludir: la propuesta de fusión organiza mejor la administración del sistema educativo, pero no lo transforma. Existe una brecha estructural entre el objetivo explícito del Ejecutivo —reordenar el Estado— y la aspiración de amplios sectores sociales de aprovechar esta coyuntura para impulsar una transformación profunda de la educación dominicana.

Esta brecha no es solo técnica; es también política y simbólica. Las reformas educativas no se sostienen únicamente por su coherencia legal, sino por la legitimidad social que logran construir. Cuando una reforma de alta visibilidad se percibe como administrativa en un contexto de urgencias educativas acumuladas, emerge la sensación de oportunidad perdida.

El contraste con la propuesta elaborada previamente por la comisión designada mediante el Decreto núm. 580-24 resulta ilustrativo. Aquel borrador asumía la fusión como punto de partida para una nueva Ley Orgánica de Educación, abordando explícitamente la calidad, la educación superior, la ciencia y el financiamiento. La versión enviada al Congreso opta, en cambio, por un camino más estrecho, privilegiando la viabilidad administrativa y legislativa.

La pregunta de fondo no es, entonces, si el Estado debe reorganizarse. Debe hacerlo. La pregunta es si está dispuesto a convertir esa reorganización en el inicio de una transformación educativa real, con hoja de ruta, gobernanza adecuada, aseguramiento de la calidad con autonomía técnica y un compromiso financiero progresivo.

Porque, al final, no está en juego un organigrama. Está en juego el rumbo del sistema educativo dominicano y, con él, una parte decisiva del proyecto de país que aspiramos a construir.

Referencia bibliográfica:

UNESCO IIEP. (2025).  Potenciar el nivel intermedio para mejorar los resultados educativos: Un marco de evaluación de capacidades. Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación (IIPE), UNESCO.  https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000393642_spa

Radhamés Mejía

Académico

Educador. Profesor Emérito de la PUCMM ExVicerrector de la PUCMM por más de 35 años y exrector de UNAPEC. Actualmente es Coodinador de la Comisión de Educación de la Academia de Ciencias de la República Dominicana (ACRD). En la actualidad es Director del Centro de Investigación y Desarrollo Humano (CIEDHUMANO)-PUCMM.

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