Una mujer blanca —del sur, para la que Richard Wright trabajaba haciendo labores domésticas— le preguntó que por qué iba a la escuela. Richard Wright, que era apenas un adolescente y solo tenía un día trabajando con ella (el primero y el único), le respondió que quería ser escritor. La mujer, un vivo ejemplo de ignorancia y prejuicios raciales, le dijo en tono despectivo, indignado, que nunca sería escritor. Para ella, el muchacho negro era apenas una cosa, un animalito al que trataba como a un gatito o un perro, pero con menos consideración. Resultaba impensable para ella que un negro pudiera ser escritor.

Este episodio lo cuenta Richard Wright en el capítulo VI de «Muchacho negro». Lo cuenta con amargura, con palabras lacerantes que definen a un tiempo su estado de ánimo y la forma de pensar de una racista en estado casi virginalmente puro:

«A la mañana siguiente corté leña para la cocina, cargué cubos de carbón para las rejillas, lavé el porche delantero y barrí el trasero, barrí la cocina, ayudé a servir la mesa y lavé los platos. Estaba sudando. Barrí el camino de entrada y corrí a la tienda a comprar. Al regresar, la mujer me dijo:

»—Tu desayuno está en la cocina.

»—Gracias, señora.

»Vi un plato de melaza espesa y negra y un trozo de pan blanco sobre la mesa. ¿Me darían más? Habían comido huevos, tocino, café… Tomé el pan e intenté partirlo; estaba duro y rancio. Bueno, me bebería la melaza. Levanté el plato, me lo llevé a los labios y vi flotando en la superficie del líquido negro trocitos de moho verde y blanco. Maldita sea… No puedo comer esto, me dije. La comida ni siquiera estaba limpia. La mujer entró en la cocina mientras me ponía el abrigo.

»—No comiste —dijo ella.

»—No, señora —dije—. No tengo hambre.

»—¿Comerás en casa? —preguntó esperanzada.

»—Bueno, simplemente no tenía hambre esta mañana, señora —mentí.

»—No te gusta la melaza y el pan —dijo dramáticamente.

»—Sí, señora, lo hago —me defendí rápidamente, no queriendo que pensara que me atrevía a criticar lo que me había dado.

»—No sé qué les pasa a ustedes, los negros, hoy en día —suspiró, meneando la cabeza. Observó atentamente la melaza. —Es un pecado tirar melaza así. Te la pondré esta noche.

»—Sí, señora —dije cordialmente.

»Cuidadosamente, tapó el plato de melaza con otro plato, luego palpó el pan y lo tiró a la basura. Se giró hacia mí, con el rostro iluminado por una idea.

»—¿En qué grado estás en la escuela?

»—Séptimo, señora.

»—Entonces, ¿por qué vas a la escuela? —preguntó sorprendida.

»—Bueno, quiero ser escritor —murmuré, inseguro de mí mismo; no había planeado decirle eso, pero me había hecho sentir tan completamente equivocado e inútil que necesitaba animarme.

»—¿Un qué? —preguntó ella.

»—Un escritor —murmuré.

»—¿Para qué?

»—Escribir historias —murmuré a la defensiva.

»—Nunca serás escritor —dijo—. ¿Quién te metió esas ideas en la cabeza, negro?

»—Nadie —dije.

»—No pensé que alguien lo haría jamás —declaró indignada.

»Al rodear su casa y salir a la calle, supe que no volvería. La mujer había atacado mi ego; había asumido que conocía mi lugar en la vida, lo que sentía, lo que debía ser, y me ofendía profundamente. Quizás tenía razón; quizás nunca sería escritor; pero no quería que lo dijera».

Las palabras de la racista sureña, como tantas otras cosas del sur, hirieron profundamente a Richard Wright, pero el muchacho negro al que despreciaba no solo sería escritor, sino un gran escritor. Se convertiría en el primer gran escritor negro de los Estados Unidos y en uno de los mejores escritores estadounidenses. No digo afroestadounidense, sino estadounidense a secas. Un escritor de raza, que sorprendería al mundo con narraciones desgarradoras que enganchan al lector desde la primera línea y que cautivan por su gran riqueza expresiva, su rico vocabulario y la intensidad y el ritmo explosivo y provocativo del estilo. Fue además el primer escritor negro usamericano que vivió de lo que escribía y el más influyente de todos.

Richard Wright —como se ha dicho— había nacido en el opresivo estado de Mississippi, había nacido y se había criado bajo las leyes de Jim Crow que imponían la separación de negros y blancos en casi todos los aspectos de la vida diaria y perpetraban la desigualdad y el abuso, y a pesar de eso se hizo escritor. Es decir, como él mismo afirma, había nacido y se había criado bajo un «régimen absolutista racista», bajo el terror del Ku Klux Klan, y contra viento y marea se convirtió en un gran escritor. Su historia es la de un rebelde, un justiciero, alguien que desafiaba al sistema, que sobrevivió al racismo, a la extrema pobreza y las leyes más implacables hasta que pudo abrirse camino como escritor y ser humano. Uno que dejaría, mejor que ningún otro, un crudo testimonio de la situación política y social que padecían los hombres de color en los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX.

Como dice Bruno Reichert, «El talento artístico puede ser innato, pero Wright parece haber logrado algo que solo atribuimos a superhéroes intelectuales: la capacidad de sistematizar el conocimiento sin instrucción formal. Se puede ser el más vivo del barrio, pero dejar una obra implica otras cosas».

Su obra, en conjunto, es como un gran lienzo histórico de la violencia racista que padecían —no solo en el sur— los hombres de color en los Estados Unidos. Puso a su país ante un espejo en el que se reflejaban sus iniquidades, confrontó la ficción con la más cruda realidad. Enseñó a pensar.

“Ser negro iba más allá de la falta de derechos civiles y prerrogativas colectivas. El racismo imperante había logrado apartar a los negros de procesos que completan al ser humano como un sujeto experiencial. Sin caer en nacionalismo alguno, Wright entendía que, si hay algo que podemos llamar el american way, el estilo de vida estadounidense, le estaba vedado al afroamericano. Generación tras generación, el negro debía crecer con una vista obstruida por la incapacidad de crecer en vivencias». (Bruno Reichert, «Richard Wright y el comunismo estepario»)

Nada de lo que le deparaba el futuro sabía, sin embargo, Richard Wright cuando escapó hacia el norte y se instaló en Chicago.

«Al día siguiente, ya en plena huida —a bordo de un tren rumbo al norte—, no habría podido explicar, aunque me lo hubieran exigido, todas las fuerzas que me impulsaban a rechazar la cultura que me había moldeado.

»Me marchaba sin remordimientos, sin mirar atrás. El Sur que había conocido era hostil e inhóspito, y sin embargo, entre todos los conflictos y las maldiciones, los golpes y la ira, la tensión y el terror, de algún modo había llegado a la conclusión de que la vida podía ser diferente, podía vivirse de una manera más plena y enriquecedora. Como cuando escapé del orfanato, ahora huía más que de algo hacia algo. Pero eso no me importaba. Mi estado de ánimo era: tengo que irme; no puedo quedarme aquí».

La vida, su corta vida, le tenía reservadas otras muchas amarguras y grandes realizaciones, y finalmente escaparía de nuevo, esta vez de los Estados Unidos, y se instalaría en Francia. La Francia que le «permitió ser negro y ser escritor» y que lo vio morir en 1960 con apenas cincuenta y dos años.

Su legado e influencia son invaluables. El de un autor que, como dijo Bruno Reichert, «decidió escribir sin darle tregua al lector porque la vida no se la había dado a él».

Pedro Conde Sturla

Escritor y maestro

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

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