El artículo Poéticas: Teatro y esquizoanálisis de Odalís G. Pérez ofrece una mirada que entrelaza el pensamiento de Deleuze y Guattari con las dinámicas del teatro contemporáneo. Según Pérez (2025), “el acto teatral provoca y produce a su vez el esquizoanálisis como lectura de lo próximo y lejano en el psiquismo del personaje y del actor”. Es decir, el teatro deviene laboratorio de subjetividades, un campo donde lo inconsciente y lo corporal se cruzan en una dialéctica de ruptura y recomposición. Si trasladamos esta idea al contexto dominicano, encontramos en el trabajo de Teatro Guloya —bajo la dirección de Carlito Jiménez y Viena González— un ejemplo vivo de esa teatralidad esquizoanalítica: un teatro del cuerpo desbordado, del mito reencarnado y del deseo como fuerza colectiva.

El esquizoanálisis, desarrollado por Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo (1972) y Mil Mesetas (1980), es una crítica a la estructura psicoanalítica de Freud, que reduce el deseo al triángulo familiar. Para ellos, “el deseo no carece de objeto; produce la realidad” (Deleuze y Guattari, 1972). En esa clave, el teatro no se limita a representar conflictos internos o dramas psicológicos, sino que produce realidad simbólica, abre conexiones imprevisibles entre cuerpos, gestos y voces. Pérez lo dice de manera lúcida: “El esquizo-análisis que implica todo tipo de espectáculo socio-imaginario tiende a reinventar el mundo real o imaginario, a partir de una libertad de capas o psicologías que crean una tensión y al mismo tiempo un sentimiento de visibilidad e invisibilidad reveladores”. Esta “tensión entre lo visible y lo invisible” es, precisamente, el terreno donde Guloya ha construido su poética caribeña.

En la práctica escénica de Guloya, el cuerpo del actor no es unidad psicológica sino territorio rizomático, múltiple, como el “rizoma” que Deleuze y Guattari definen como un sistema de raíces que “no empieza ni termina, sino que está siempre en el medio, entre las cosas” (1980). En obras como El vuelo o Oda a la locura, el actor se convierte en superficie de inscripción: danza, grita, canta, invoca. Los movimientos no siguen una lógica narrativa, sino una lógica de intensidades. Cada gesto conecta con una fuerza ancestral, con un eco colectivo. La teatralidad dominicana —en su herencia afroantillana y su hibridez— es aquí una forma de pensamiento esquizoanalítico: fragmentaria, fluida, en constante devenir.

El artículo de Pérez Nina alude a la “esquizia o movimiento esquizoide del sujeto” como proceso que “motiva la ruptura con el mundo exterior y con el concepto de visible que justifica toda imago teatral”. En Guloya, esa ruptura se traduce en un quiebre del personaje. No se trata de representar a “alguien” sino de ser atravesado por fuerzas. En su Teatro de Calle, por ejemplo, el actor se expone al ruido, al sol, al tumulto urbano; el cuerpo se vuelve superficie permeable, zona de contacto entre lo real y lo imaginario. Es el teatro como máquina deseante, en el sentido deleuziano: una máquina que conecta flujos, que atraviesa los límites entre arte y vida, entre actor y espectador.

Deleuze y Guattari afirmaban que “el esquizo no es un enfermo, sino el modelo de una producción deseante libre de las restricciones del capital” (1972). El esquizoanálisis teatral, en consecuencia, no busca “curar” el caos de la escena, sino habitarlo. En Guloya, la escena es un caos fértil donde conviven la sátira, la danza popular, el ritual y el absurdo. En El hombre que se convirtió en perro, el actor encarna una sociedad alienada, pero lo hace con un humor carnavalesco que subvierte la tragedia en fiesta. Esa ambivalencia —entre la crítica y el goce— es una manifestación esquizoanalítica: la ruptura no destruye, sino que produce nuevas formas de sentir.

Pérez Nina señala que “el acto creacional y performativo movilizará la actitud interna produciéndose una dialéctica del ajuste y el desajuste, el mundo externo revelado y el mundo interno actuado”. Esta dialéctica, en el contexto dominicano, se vuelve también un diálogo entre colonialidad y resistencia, entre cuerpo histórico y cuerpo ritual. Guloya, al incorporar elementos del carnaval, el gag popular o la máscara africana, desestructura el canon teatral occidental —ese que privilegia la psicología y la palabra— para devolverle al cuerpo su dimensión mágica y política. En ese sentido, el esquizoanálisis no es solo una herramienta teórica: es una práctica de descolonización estética.

El teatro, según Pérez Nina, “tiende a reinventar el mundo real o imaginario a partir de una libertad de capas o psicologías”. Guloya, en esa línea, propone un teatro que no representa sino transmuta. En escena, los actores devienen tambor, viento, risa, espíritu. No hay jerarquías entre texto, cuerpo o sonido; todo es flujo. Esto resuena con el principio deleuziano del rizoma: “Cualquier punto puede ser conectado con cualquier otro, y debe serlo” (Mil Mesetas, 1980). Así, la dramaturgia no es un guion cerrado sino un tejido de conexiones vivas, una red de intensidades en expansión. El espectador no asiste a un relato, sino a una experiencia de transformación.

En el artículo, Pérez Nina menciona que “la conjunción de mundos imaginarios facilita los estadios de trabajo y las etapas de la representación, habida cuenta de que el actor es sujeto dinámico de la acción, la confluencia escénica y su dinamismo”. Esa confluencia entre mundos —el visible y el invisible, lo mítico y lo cotidiano— está profundamente enraizada en el Caribe. En el teatro de Guloya, los mitos no son reliquias: son fuerzas activas. Deleuze y Guattari lo dirían de otra forma: son máquinas míticas, formas colectivas del deseo que atraviesan el cuerpo social. Por eso, cuando Guloya convoca a personajes del folclore o del carnaval, no lo hace para representar un pasado, sino para activar una memoria viva.

El esquizoanálisis, entendido desde esta práctica caribeña, no busca una escena racional ni controlada, sino una escena intensiva, donde los cuerpos se desbordan. Como señala Pérez, “existe, en efecto, la esquizo-escena, produciéndose la ‘esquizia’ o ruptura imaginaria de borde y centro”. Esa ruptura es política: descentra el poder del logos, del discurso hegemónico, para hacer lugar al grito, al tambor, al delirio, formas de conocimiento que Occidente despreció. En ese sentido, el teatro esquizoanalítico no solo es una estética, sino una ética de la apertura: una forma de reconocer que el sentido no está en el centro, sino en los bordes, en los márgenes, en lo que vibra entre el caos y el orden.

Si el psicoanálisis busca interpretar los sueños, el esquizoanálisis busca crear nuevos sueños. En la obra de Guloya, los sueños no pertenecen al individuo, sino a la comunidad. El público, al ser interpelado por esos cuerpos en trance, experimenta también su propia “esquizia”, una apertura hacia lo múltiple. El teatro se convierte así en una máquina de deseo colectivo, donde el cuerpo caribeño —histórico, híbrido, mestizo— deviene territorio de resistencia.

Como diría Deleuze (1980): “El arte no imita, crea bloques de perceptos y afectos que componen un pueblo por venir”. Teatro Guloya encarna ese pueblo por venir: un pueblo de gestos, máscaras y tambores que, al romper las estructuras de la representación, produce una nueva sensibilidad. Desde el esquizoanálisis, el teatro dominicano no necesita parecerse a Europa para ser profundo; basta con escuchar sus propias fisuras, sus cuerpos desbordados, sus deseos en movimiento.

Fuentes citadas:

  • Deleuze, G. & Guattari, F. (1972). El Anti-Edipo: Capitalismo y esquizofrenia. París: Minuit.
  • Deleuze, G. & Guattari, F. (1980). Mil Mesetas: Capitalismo y esquizofrenia II. París: Minuit.
  • Pérez, O. G. (2025). Poéticas: Teatro y esquizoanálisis. Acento.com.do, 8 de octubre de 2025.

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

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