En el año 1969 Ángel Miolán confiaba en que el turismo podía ser una fuente de crecimiento económico y social para la República Dominicana. Creía con tanta fuerza en esta idea que Joaquín Balaguer, que necesitaba tantos aliados como pudiera conseguir en un país que empezaba a restablecerse de un sistema de poder unipersonal, le asignó la cartera de Turismo, que parecía más una entelequia que un cargo verdadero.
Por aquellos años los únicos hoteles que había en el país eran los construidos por Trujillo en las provincias cabeceras (más el Paz –luego denominado Hispaniola– y el Embajador, para la Feria de la Paz y la Confraternidad), el Jaragua, financiado por el Eximbank, y dos o tres lugares donde se alojaban los viajeros internos que visitaban Santo Domingo, Puerto Plata, San Pedro de Macorís, Santiago y El Seibo. Los primeros por razones de negocio, el último por peregrinaciones a la Virgen. Había señoras que acogían estudiantes en sistema de pensión, pero nada que hiciera pensar en una industria hotelera propiamente dicha. No existía el concepto de identidad corporativa ni mucho menos el de marca país. Eran servicios limpios, con comida correcta y poco más.
Cincuenta y pico de años después, el panorama ha cambiado mucho y para bien. En estos primeros días de junio del 2025 he estado viajando por Senegal y veo de primera mano todo lo que nos cuentan los libros sobre el turismo de antaño en República Dominicana.
Hoteles construidos en el medio de la nada con la firme convicción de que años mejores están por venir; menús idénticos en cada uno de los lugares de expendio de comida que he frecuentado y un servicio lento y amable a la vez que combina la falta de nociones con los buenos deseos de una manera tiernamente ineficiente. La decoración es uniformemente mediocre, me recuerda una frase del primer libro de Junot Díaz (Drown/Negocios). “The apartment was decorated in contemporary Dominican tacky”.
Hay buena voluntad y muchos lugares a los que se les podría sacar punta en términos históricos, sociológicos, artísticos y económicos, pero la manera de compartirla dista de ser ideal. Se siente la posibilidad de aumentar la complejidad de la oferta y de hacer crecer los intercambios. Sabemos que es cierto porque el ambiente actual es un calco de mis recuerdos de los años setenta: vendedores de mangos en la carretera como si nos estuviéramos desplazando de Santo Domingo a Azua, un calor agobiante digno de varios párrafos de García Márquez y la simultaneidad de la ruralidad con la utilización de adelantos tecnológicos, amén de un elemento humano muy parecido al nuestro. Le envié unas fotos a un primo y solo me comentó que por lo que veía, lo que se le antojaba era beberse un mabí. Eso es un panorama positivo para África tropical y una llamada de atención a diversificación y ampliación de la oferta para la industria hotelera dominicana. Con respecto a Europa, clientela con buen poder adquisitivo y deseos de viajar, estas tierras están a una distancia menor en horas en avión y con un cambio de huso horario menos violento.
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