La corrupción, cuando roba el presupuesto de la salud, no hurta fríos números en un balance contable. Asesina. Y su primer objetivo, el más vulnerable, tiene nombre de mujer y rostro de niña.
El desfalco monumental en SENASA, la Administradora de Riesgos de Salud con mayor masa de afiliados del país –aquella que por resolución del Estado debe custodiar la salud de los empleados públicos y de millones en los regímenes subsidiado y contributivo– no es un escándalo más. Es una declaración de guerra contra los más pobres, un crimen que se cobrará su precio en cuerpos femeninos y futuros truncados.
Este es el rostro real del saqueo: una niña en un batey que no recibirá su tratamiento para la anemia, una mujer en una loma que verá suspendida su quimioterapia, una madre en un barrio marginado que agonizará en una sala de espera sin medicamentos, una abuela en un pueblo olvidado que quedará ciega por una diabetes no controlada.
Son ellas, las de la periferia geográfica y social, las que cargan con la triple losa del género, la pobreza y la exclusión, las que sentirán el golpe más brutal. Pero la víctima no es solo la que no contribuye; es también la familia cuya formalidad laboral es un espejismo, que a mitad de mes ya ha visto desaparecer el salido en la canasta básica y que ahora, ante un diagnóstico de alto costo, descubre que el fondo que pagaron con sudor ha sido vaciado.
Y hay un agravante que clama al cielo: mientras los imputados de este crimen de lesa humanidad enfrentan –o eluden– un proceso judicial, hay una cuenta silenciosa y atroz que ya no podrá saldarse.
Son los nombres que nunca aparecerán en los sumarios: los de quienes, en los meses y años previos al estallido del escándalo, fueron muriendo en la penumbra de una salud pública cada vez más precaria, más lenta, más desprovista.
Personas que fallecieron esperando una cirugía que nunca se autorizó, un medicamento que nunca llegó, una cita con el especialista que siempre fue pospuesta. Sintieron en carne propia el desangramiento del sistema, el racionamiento invisible, la calidad que se degradaba día a día, mientras los fondos se desviaban.
Ellos y ellas, especialmente ellas, son las víctimas colaterales que la justicia nunca reconocerá, el testimonio mudo de que el robo comenzó a matar mucho antes de que los titulares lo anunciaran. Su muerte es la prueba más cruel de que este desfalco no fue un accidente contable, sino un homicidio por despojo.
La impunidad de este expolio tiene un domicilio político claro. Pero que la discusión, aquí y ahora, no se desvíe hacia el fanatismo cromático. Lo sabemos usted que me lee y yo: morados, verdes, rojos, blancos y ahora blancos con azul, son un reciclaje constante de lo mismo, un carrusel donde los rostros cambian pero el desprecio por el pueblo permanece. Ninguno ha pensado en la gente como prioridad real.
Pareciera existir un pleno y deliberado desconocimiento de los roles del servicio público, que no es otro que servir. Servir garantizando lo mínimo para una vida digna, que no es un favor sino un derecho humano: Salud, educación, empleo digno, economía estable, seguridad ciudadana y una VIVIENDA donde resguardarse. Esa es la deuda impagable de todos ellos, la razón de ser del Estado que han traicionado.
Por eso, la indignación no debe ser corta de memoria. Este saqueo es el eslabón de una cadena de hierro forjada durante veinte años y cuatro periodos de un mismo partido que devoró las esperanzas y las arcas nacionales con una mezcla tóxica de endeudamiento, prebendas y corrupción institucionalizada.
El pueblo, solidario e indignado, creyó en una alternativa y hoy se encuentra pagando un precio casi tan costoso como el anterior. No se trata de elegir entre los menos malos. Esa es la trampa que perpetúa el ciclo. La crítica debe ser contundente y transversal: todos los que han convertido lo público en botín, y han permitido que la gente muera en la antesala del escándalo, son enemigos del pueblo.
Sin embargo, en medio de este desolador paisaje, debe brotar una esperanza testaruda, no ingenua. La esperanza que nace de honrar la memoria de los que partieron por la negligencia premeditada. De convertir el duelo en lucidez.
Este golpe debe servir para que, por fin, despertemos del letargo de la pasión partidista y empecemos a leer, a escuchar, a analizar con frialdad. Necesitamos repensar el país desde sus heridas, exigiendo propuestas aterrizadas y claras donde la gente –esta mujer, esa niña, y la memoria de quienes ya no están– sea el verdadero centro de toda priorización.
La discusión no puede ser sobre colores, sino sobre cómo blindar los derechos fundamentales para que nunca más, ni un solo dominicano, tenga que morir esperando lo que ya le fue robado.
La verdadera esperanza está en nuestra capacidad de no dejarnos engañar otra vez, de organizar la memoria, la rabia y el recuerdo de los ausentes para construir, desde la base, una exigencia imparable: que la salud, la vida de los nadies, no sea nunca más moneda de cambio.
El rostro de niña y mujer que hoy muestra SENASA, y el de los que se fueron demasiado pronto, deben ser el espejo en el que nos miremos todos para decir: hasta aquí.
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