En la República Dominicana, hablar de salud mental es hurgar en una herida abierta que sangra en silencio. Por un lado, tenemos la creciente presencia de hermanos y hermanas dominicanos que deambulan por las calles, perdidos en su mente, olvidados por un sistema que les dio la espalda. Por otro, existe una voluntad, un potencial humano calificado, formado en las mejores universidades extranjeras, dispuesto a sanar. Pero entre el dolor y la cura, se alza un muro grueso, opaco e irracional: la burocracia dominicana.
El cierre definitivo del hospital psiquiátrico Padre Billini fue un gran desacierto de una administración pasada cuyo responsable no logro recordar. El eminente y consagrado Dr. Antonio Zaglul, autor de “Mis 500 locos”, hizo una encomiable labor en ese centro hace varias décadas; pero no se trata sólo de falta de centros de atención, sino también de una absurda cadena de trabas legales y administrativas que impide a profesionales capacitados integrarse al sistema de salud mental del país. Es como si a la tragedia del abandono se le sumara la burla de la indiferencia estructural. La psiquiatría y la psicología son dos brazos de un mismo cuerpo clínico, pero en nuestra geografía insular ambos parecen maniatados por procedimientos obsoletos y sin sentido, por reglamentos invisibles y por una institucionalidad que confunde requisitos con obstáculos; de manera principal la rama de la psicología.
Sería una ingenuidad infantil ignorar o dudar de la gran crisis que arropa y golpea la salud mental en nuestro país. Es una crisis visible en cada esquina, en cada semáforo, en cada rostro sucio y desfigurado de jóvenes y adultos que deambulan, ríen solos, gritan a la nada o piden comida con la mirada extraviada. Nos hemos acostumbrado a convivir con ellos, a esquivarlos en la calle, a burlarnos en redes sociales, a temerles… pero no a ayudarlos.
El problema de salud mental no sólo se expresa en la figura del "loco callejero", sino en múltiples niveles: en el aumento de suicidios, en la ansiedad generalizada de la juventud, en la violencia intrafamiliar, en el consumo descontrolado de drogas, en la depresión silente de nuestros adultos mayores, y en el estrés laboral que va cobrando vidas en silencio. Todo esto configura una epidemia que no se resuelve con buenas intenciones ni con discursos vacíos. Se necesita acción, voluntad política, presupuesto, y, sobre todo, coherencia institucional.
Uno de los aspectos más indignantes y aberrantes de esta crisis es la desconexión entre la necesidad del país y la realidad de los profesionales de la salud mental que desean contribuir. Existen decenas —quizás cientos— de jóvenes dominicanos que, tras formarse en universidades del exterior con estándares internacionales, regresan con el deseo genuino de aportar a su nación. Sin embargo, al llegar, se topan con un sistema kafkiano que les exige revalidaciones imposibles, documentos innecesarios, pagos absurdos y años de espera para recibir una “respuesta” que nunca llega. A esto se suma un fenómeno aún más corrosivo: una especie de celotipia institucional y académica que desconfía de quienes vienen con títulos de prestigiosas universidades extranjeras, como si la excelencia foránea fuera una amenaza al orgullo local. ¿Qué lógica tiene que profesionales de la salud mental, preparados, actualizados y comprometidos, sean marginados por tecnicismos burocráticos y por una rivalidad mal entendida, mientras las calles se llenan de enfermos abandonados?
Este sinsentido no es una casualidad, sino una expresión de nuestro desorden institucional. Debemos ser capaces de crear un sistema ágil, transparente y sensato para integrar a los propios hijos e hijas formados en el extranjero. Lo que debería ser motivo de orgullo —tener jóvenes que se formen afuera y regresen con vocación de servicio— se convierte en una pesadilla para los que se formaron en el país y una pérdida incalculable para la sociedad.
La pregunta se impone con urgencia: ¿hasta cuándo vamos a permitir que la salud mental sea un lujo, una promesa rota o una carga de la caridad? ¿Hasta cuándo seguiremos ignorando que sin salud mental no hay salud integral, no hay paz social, y no hay futuro? Y más aún: ¿hasta cuándo vamos a permitir que la burocracia mate las ganas de servir?
El momento de actuar es ahora. La salud mental no puede seguir siendo una responsabilidad de ONGS o iglesias. Requiere una política pública robusta, coordinada, con recursos, con centros especializados en todas las regiones del país, con profesionales bien formados, bien pagados y bien distribuidos. Y requiere, sobre todo, que el Estado dominicano revise y reforme de forma urgente sus mecanismos de habilitación profesional, eliminando trabas injustas y abriendo caminos a quienes están dispuestos a servir.
No hay República posible sin repúblicos sanos. No hay ciudadanía sin mente digna. Y no habrá nación desarrollada si seguimos tratando la salud mental como un favor, como una excepción o como un estorbo burocrático.
Es tiempo de hacer de la salud mental una prioridad. Y es tiempo también de abrir las puertas a los que quieren sanar.
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