El año 2025 no será recordado como el de una gran reforma sanitaria ni como el del colapso explícito del sistema de salud y de la seguridad social en la República Dominicana. Será recordado, más bien, como el año en que el modelo vigente perdió definitivamente su margen de maniobra. No hubo un quiebre súbito, pero sí una acumulación sostenida de señales —financieras, clínicas, institucionales y sociales— que revelaron con claridad que el sistema está operando en su límite estructural. En 2025 quedó al descubierto que el problema dejó de ser coyuntural o atribuible a fallas de gestión puntual, y pasó a ser inequívocamente un problema de diseño.
Desde el punto de vista sanitario, el país cerró 2025 con un perfil epidemiológico plenamente definido y crecientemente oneroso. La esperanza de vida al nacer se mantuvo en el rango de los 74–75 años, con un estancamiento prolongado durante la última década y por debajo del promedio de América Latina y el Caribe. Más revelador aún es el desfase persistente entre la esperanza de vida total y la esperanza de vida saludable, lo que confirma que una proporción cada vez mayor de los años ganados se vive con enfermedad crónica, discapacidad o dependencia funcional. Este no es un fenómeno demográfico abstracto; es la expresión directa de un sistema que logra prolongar la vida, pero no consigue preservar la salud.
La mortalidad materna continuó siendo uno de los indicadores más críticos del año. Con tasas que se mantienen persistentemente por encima de 100 muertes por cada 100,000 nacidos vivos, la República Dominicana sigue superando el promedio regional y se encuentra lejos de los compromisos asumidos en los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Aunque la mortalidad infantil y neonatal mostró reducciones parciales en determinados cortes epidemiológicos de 2025, los datos confirmaron que la probabilidad de sobrevivir al nacimiento continúa dependiendo de manera excesiva del territorio, del nivel socioeconómico y de la calidad efectiva de la atención obstétrica y neonatal. Estos indicadores no fallan por ausencia de afiliación, sino por debilidades en la rectoría, en la organización de redes y en la oportunidad del cuidado.
Los sistemas de salud no colapsan de un día para otro; se deterioran cuando se posterga lo estructural y se normalizan los parches. La prospectiva de 2026 abre una ventana excepcional, dado que, si el país actúa con madurez técnica y política, puede transformar las tensiones acumuladas en una agenda de reforma legítima y sostenible.
El patrón de enfermedad que dominó 2025 no dejó lugar a ambigüedades y las enfermedades no transmisibles —cardiovasculares, diabetes, cáncer y enfermedades respiratorias crónicas— concentraron alrededor de dos tercios de la mortalidad y la mayor parte de los años de vida saludable perdidos. A ello se sumó el peso persistente de las lesiones, particularmente las asociadas a accidentes de tránsito y violencia, que continúan afectando de forma desproporcionada a la población joven y en edad productiva. Este doble frente —cronicidad y trauma— define la verdadera carga de enfermedad del país y debería, sin ambigüedades, definir las prioridades de la política pública sanitaria.
En 2025, esta carga se tradujo en costos crecientes, toda vez que el uso de servicios de alto costo, procedimientos invasivos y tecnologías diagnósticas avanzadas continuó expandiéndose a un ritmo superior al crecimiento económico. Sin embargo, el debate público volvió a incurrir en una confusión recurrente al hablar de “cuánto” se gasta en salud sin distinguir adecuadamente “quién” gasta y “cómo” se gasta. En términos agregados, el gasto total en salud de la República Dominicana se sitúa en torno al 6% del PIB, un nivel cercano al promedio regional. El problema no es, por tanto, un bajo gasto total; es estructural y reside en que el gasto público en salud —dependiendo del criterio de consolidación utilizado— se mantiene en un rango aproximado de 1.9% a 2.4% del PIB, sin superar en ningún caso el umbral mínimo recomendado internacionalmente para garantizar cobertura efectiva y protección financiera.
Esta brecha tiene consecuencias directas porque, al no asumir el Estado el peso financiero que le corresponde como garante del derecho a la salud, el sistema se sostiene mediante un elevado gasto privado y, de manera particularmente regresiva, mediante un gasto de bolsillo excesivo. En 2025, pese a una afiliación que supera el 97% de la población, el gasto directo de los hogares continuó representando más de un tercio del gasto total en salud, duplicando el nivel considerado aceptable para evitar empobrecimiento por motivos de salud. Esta es una de las contradicciones centrales del modelo dominicano porque la cobertura es amplia en lo administrativo, pero regresiva en sus efectos reales.
En este contexto, no resulta casual que 2025 haya sido el año en que la Seguridad Social ocupó el centro del debate público. El SENASA, el Régimen Subsidiado y la sostenibilidad del Seguro Familiar de Salud concentraron la atención mediática y política. Sin embargo, el error analítico recurrente fue reducir esta discusión a una supuesta dicotomía entre buena o mala gestión. Lo que 2025 puso en evidencia fue algo más profundo y es un diseño institucional que disoció el aseguramiento de la política sanitaria, debilitó la rectoría efectiva del Ministerio de Salud Pública y trasladó al seguro responsabilidades que corresponden al Estado. El resultado ha sido un sistema que paga prestaciones, pero no gobierna el riesgo sanitario de la población.
Los ajustes al per cápita realizados durante el año ilustran con claridad esta contradicción. Esto es, hubo incrementos orientados a compensar la inflación médica, ampliaciones de cobertura y presiones de demanda, e incluso se introdujeron esquemas de per cápita diferenciado como señal de avance conceptual. Sin embargo, en ausencia de un sistema nacional de información clínica interoperable, de codificación estandarizada robusta y de agrupadores de riesgo clínico plenamente operativos, el per cápita continuó funcionando como un promedio financiero, no como una herramienta actuarial de gestión del riesgo. En estas condiciones, ningún aumento nominal puede traducirse de forma automática en mejores resultados sanitarios ni en sostenibilidad de mediano plazo.
A lo largo de 2025 también se confirmó la debilidad persistente de las funciones esenciales de la salud pública. La promoción de la salud y la prevención de enfermedades siguieron siendo los componentes más relegados del sistema, con una proporción del gasto sanitario inferior al 10% destinada a intervenciones preventivas. Esta cifra contrasta con la experiencia de países que han logrado mejores resultados en salud y equidad, donde entre el 15% y el 20% del gasto se orienta a prevención y salud pública. La detección temprana de hipertensión, diabetes y cánceres prevenibles continuó siendo fragmentaria y socialmente desigual. El elevado subdiagnóstico de diabetes —con su secuela de complicaciones tardías, discapacidad evitable y costos crecientes— constituye uno de los ejemplos más elocuentes de cómo el sistema paga hoy las consecuencias de no haber invertido oportunamente en prevención y seguimiento longitudinal.
El modelo de atención vigente explica buena parte de estos resultados, evidenciándose en 2025 que la República Dominicana continuó operando bajo un esquema centrado en episodios agudos y en la atención hospitalaria, con un primer nivel de atención débil, poco resolutivo y escasamente integrado a redes funcionales de servicios. Esta fragmentación se tradujo en sobreutilización de emergencias, hospitalizaciones evitables y procedimientos innecesarios, además de una experiencia del paciente marcada por la discontinuidad del cuidado. De ahí que no se trate de una falta de compromiso de los profesionales de la salud, sino de un problema de incentivos y de diseño institucional.
Desde la perspectiva de derechos, el 2025 dejó una conclusión ineludible, que la igualdad formal no garantiza equidad real y que la afiliación casi universal convive con profundas brechas en acceso efectivo, tiempos de espera, calidad de la atención y protección financiera. El territorio, el ingreso y el tipo de régimen continúan condicionando las trayectorias de atención y los resultados en salud. El derecho a la salud no se materializa en la afiliación, sino en la posibilidad concreta de recibir atención oportuna, segura y de calidad, y ese estándar sigue siendo desigual.
El año también puso a prueba la capacidad del Estado para responder a eventos críticos. La tragedia del Jet Set evidenció una respuesta sanitaria y de emergencia rápida y masiva, pero también dejó al descubierto una debilidad estructural, toda vez que el país responde mejor a la tragedia que a la prevención. Algo similar ocurre con la seguridad vial; en 2025 se lanzaron pactos y compromisos para reducir muertes por accidentes de tránsito, una de las principales causas de años de vida perdidos. En tal virtud, el verdadero balance de estas iniciativas no se medirá por los anuncios, sino por la reducción verificable de muertes y lesiones a lo largo de 2026.
Así, el 2026 no se perfila como un año de confort, sino como un año decisivo para la salud y la seguridad social. La primera decisión impostergable es fortalecer la rectoría sanitaria, por lo que el Ministerio de Salud Pública debe liderar la política de salud con base en evidencia, carga de enfermedad y prioridades nacionales, mientras la Seguridad Social debe concentrarse en asegurar y comprar estratégicamente servicios alineados con esos objetivos. Sin esta separación funcional clara, el sistema seguirá atrapado en parches reactivos y tensiones recurrentes.
La segunda decisión clave es asumir la priorización explícita como política de Estado. En un contexto de recursos finitos, la evaluación de tecnologías sanitarias, el análisis de costo-efectividad y la priorización basada en carga de enfermedad no son opciones ideológicas, sino requisitos de sostenibilidad y justicia. No se trata de restringir derechos, sino de hacerlos viables, equitativos y defendibles.
Desde el punto de vista sanitario, el país cerró 2025 con un perfil epidemiológico plenamente definido y crecientemente oneroso. La esperanza de vida al nacer se mantuvo en el rango de los 74–75 años, con un estancamiento prolongado durante la última década y por debajo del promedio de América Latina y el Caribe
La tercera decisión impostergable es convertir la atención primaria y las redes integradas en el eje real del sistema. En un país donde la mayor parte de la mortalidad y de los años de vida saludable perdidos se explican por enfermedades crónicas y lesiones prevenibles, la atención primaria no es un eslogan, sino la principal política de sostenibilidad financiera, clínica y social.
Finalmente, el 2026 debe redefinir el concepto mismo de sostenibilidad porque no basta con cuadrar cifras y porque la sostenibilidad es fiscal, pero también institucional, social y ética. Un sistema que promete más de lo que puede financiar erosiona la confianza pública; uno que ajusta sin criterios técnicos pierde legitimidad. El equilibrio entre derechos, recursos y resultados medibles constituye el verdadero núcleo de la reforma pendiente.
El balance de 2025 deja una advertencia clara: Los sistemas de salud no colapsan de un día para otro; se deterioran cuando se posterga lo estructural y se normalizan los parches. La prospectiva de 2026 abre una ventana excepcional, dado que, si el país actúa con madurez técnica y política, puede transformar las tensiones acumuladas en una agenda de reforma legítima y sostenible. Si no lo hace, la crisis silenciosa continuará profundizándose, con costos crecientes para el Estado y para la población.
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