En la reforma constitucional del año 1934 por primera vez en nuestra historia se fija una limitación o alcance a la omnipotencia normativa del Congreso Nacional, al indicarse que sus atribuciones legislativas terminan donde empiezan las de algún otro Poder. De forma exacta se establece en su artículo 33.28 que puede [l]egislar acerca de toda materia que no sea de la competencia de otro Poder del Estado, y qué otro sino el Ejecutivo, con quien comparte la competencia de dictar reglas generales.

Para mejor comprender esa reforma, su incidencia y por igual la conclusión hermenéutica que defiendo en mi discurso, debemos aceptar como válidas dos premisas, que no por su obviedad dejan de ser fundamentales:

  • En la Constitución (al menos) de un Estado de Derecho, no existen disposiciones accidentales ni artículos sinrazón; toda norma constitucional se entiende lógica, explicable y justificable -de ahí el quehacer de los juristas especializados en derecho constitucional y su subdivisión entre buenos y malos-. Y esto así sobre todo tratándose de una disposición positivizada en el texto de una Constitución normativa y -particularmente- rígida, por oposición a una flexible, siguiendo la denominación original de James Bryce, aquella caracterizada por su superioridad absoluta sobre el resto del ordenamiento jurídico de su Estado y que solo puede ser modificada por procedimientos especiales y rigurosos por ella predeterminados. Y,
  • Al darse una Constitución, el poder constituyente del pueblo -ejercido a través de una asamblea revisora- no tiene límites formales para la distribución y asignación de potestades y funciones respecto de los poderes constituidos o que constituye, pues la determinación constitucional resulta el fundamento inmediato y directo de esas potestades, luego que tales reformas no atentan con las cláusulas pétreas de la Constitución. De manera que, la asignación o no de un poder normativo especial o particular -según materias o asuntos- no solo entra en sus facultades legítimas, también su configuración o estructuración -independientemente de la posible alteración que esto implique para la primacía de la ley en sentido estricto-, sea por distribución, redistribución o escisión del funcionamiento de semejante poder de normación.

El más simple -y también complejo- examen gramatical de la citada disposición introducida en la reforma constitucional de 1934, y continuada en todas las reformas posteriores incluyendo la vigente (2024), arrojará como significado que el designio del Constituyente ha sido limitar -sino hacer comprensiblemente limitable- el hasta entonces monopolio normativo del Congreso, introduciendo la idea de que pueden existir materias -temas o asuntos legislables- extraíbles -sino extraídos- del posible espectro competencial de la función legislativa del Congreso por asignación a otro Poder del Estado.

La racionalidad política de semejante limitación se explica por su origen: fue promovida por el Presidente Trujillo, quien a esa fecha, próximo al término de su primer mandato, ya se había consagrado como la cabeza de un régimen dictatorial con gran futuro, pues no tenía oposición política por eliminación forzada y fácticamente controlaba los demás poderes del Estado. Pero la consagración y evolución de ese régimen no solo se organiza en el plano fáctico y extralegal, pues en igual medida también necesariamente expansiva en el orden jurídico, de ahí tales innovaciones normativas.

Como señala el historiador Wenceslao Vega:  “[v]iendo la diferencia entre la Constitución de 1929 y la nueva, dictada en el 1934, notamos varios puntos importantes, casi todos para fortalecer el Poder Ejecutivo, a expensas del Legislativo”, y entre estos, “que quedaba abierto el derecho del Ejecutivo de dictar disposiciones que no aparecieran como facultad de los otros dos poderes.” (2022:331)

De la mano con el argumento gramatical expuesto, confirma nuestra interpretación la consideración de los juristas que conformaron la comisión designada por la Asamblea Revisora para estudiar el proyecto del honorable Presidente, según se establece en el informe firmado el día 7 de junio de 1934 por Federico C. Álvarez, Hernán Cruz Ayala y Carlos Rafael Goico. A decir de estos, en relación a la innovación propuesta para el artículo 33.29, se indica: “[l]a Comisión, queriendo dejar a salvo la posibilidad de que las materias no atribuidas a otro Poder comprendan, no sólo leyes sino actos de otra naturaleza, estima preferible la siguiente redacción: “29.- Conocer y resolver en toda materia que no sea de la competencia de otro Poder del Estado o contraria a la Constitución.

El loable intento de forma consciente -y con cierta argucia lingüística- de los miembros de dicha comisión para evitar la evidente escisión del poder legislativo se advierte palpable, sin embargo, el régimen del que luego se convertiría en el Generalísimo se impuso, descartando la propuesta de la comisión y haciendo aprobar el proyecto original en la correspondiente Asamblea Revisora del día 9 de junio de 1934, conforme a los términos de un enunciado que -paradójicamente- aún se mantiene intacto en nuestra Constitución vigente (cfr. art. 93.1.q); vale decir, sin comentarios jurídicos que anotarle ni alguna línea en uno de los tantos artículos, ensayos y obras de derecho constitucional dominicano que cada año se publican.

Ahora bien, reconozco que aún a este punto de mis decires no he demostrado la existencia de alguna reserva reglamentaria histórica, aunque si su posibilidad constitucional. Acontece que en la Constitución de 1934 ninguna disposición de su texto conecta con el significado que he consentido para su artículo 33.28, no advirtiéndose la expropiación de competencias congresuales por transferencia de alguna materia o asunto “legislable” a las atribuciones de otro Poder del Estado. En cambio, sí puede advertirse tal “deslegalización” por disposición constitucional a partir de la próxima reforma celebrada en el año 1942, esto es, en el estadio de una tiranía ya perfecta: la más despótica y sanguinaria que conociera la historia americana, por lo que en ese contexto ningún invento gubernamental tendente a la centralización del poder en la Presidencia, vía constitucional o no, debería sorprendernos.

En ese sentido, sepultadas por la resonancia populista que hasta nuestros días se publicita de las principales modificaciones introducidas en el texto constitucional de 1942 (el derecho al sufragio de toda mujer dominicana, la consagración de derechos mínimos para los trabajadores, entre otras), ha pasado inadvertida la transferencia a las atribuciones del Presidente de la República de tres asuntos que hasta esa reforma habían sido compendiados dentro las atribuciones legislativas del Congreso -como aún sucedía en la reforma de 1934-. Estos son los indicados en los ordinales 13, 18 y 19 del artículo 49 del nuevo texto constitucional:

13) Disponer, en tiempo de paz o de guerra, cuanto concierna a las fuerzas armadas de la República (…), fijar el número de las fuerzas del Ejército y la Armada (…);

18) Disponer todo lo relativo a zonas marítimas, fluviales y militares;

19) Determinar todo lo relativo a la habilitación de puertos y costas marítimas.

En la subsiguiente reforma de 1947, aunque continúa la tendencia expansiva de los poderes del Presidente -entre otras novedades, por ejemplo, al establecerse su atribución de anular por decreto los arbitrios que pudiesen fijar los ayuntamientos “si eran contrarios a la economía de la nación”-, no se advierten nuevas reasignaciones bajo sus atribuciones de los asuntos legislables por el Congreso desde la constitución anterior. Pero esto último si sucede en la próxima reforma constitucional celebrada en 1955, el más glorioso momento de la dictadura, año del Benefactor de la Patria.

En esta “nueva Constitución” de 1955 se agrega al listado de atribuciones reglamentarias -inaugurado en la reforma de 1942- la introducida en su artículo 54.12: “[r]eglamentar cuanto convenga al servicio de las Aduanas.

Nótese que ninguno de los asuntos sometidos al dominio reglamentario tras desmembramiento congresual resultan irracionales o accidentales; además de los motivos de naturaleza política y coyuntural que los explican (vgr. las tenciones geopolíticas con causa en la matanza haitiana de 1937 y la recuperación del control de las aduanas en el año 1940), es también lógico advertir que todos inciden en el fortalecimiento de un Estado cada vez más centralizado, que maximiza la concentración del poder en el jefe supremo de las Fuerzas Armadas: el Presidente de la República, que es un Generalísimo que administra la cosa pública como una empresa personal y con proscripción (casi)absoluta del régimen de derechos fundamentales que en otra realidad jurídica podría significar el más importante límite al ejercicio del Poder.

Llegados a este punto, en aras de que una cabeza más sesuda que la mía no pretenda haber descubierto el agua tibia para contradecir mi planteamiento, debo advertir que en perspectiva retroactiva a la reforma constitucional de 1955 -al menos-, el Constituyente nunca fue estricto en el uso del lenguaje, apelando de forma indiferente y continua a la sinonimia, por ej. al fijar competencias y sus alcances. De ahí que, las formulas gramaticales “determinar todo”, “disponer todo” o “reglamentar cuanto convenga”, deban interpretarse con el mismo significado, pues además de que así lo sugiere el sentido lingüístico y sus respectivos contenidos semánticos, en algunos textos constitucionales se emplean como atribuciones legislativas del Congreso -y bajo estas atribuciones se lee que el Congreso determina, dispone y reglamenta, en esas y otras materias-, y luego, a propósito del desglose de esas atribuciones, se transfieren en términos exactos a las potestades del Presidente de la República, para que en definitiva -sea este quien desde esa nueva atribución, hiciese lo que antes correspondía al Congreso legislando- determine, disponga o reglamente todo lo relativo a esos temas de Estado, sin condicionamiento alguno. Es decir, sin que respecto de esas atribuciones que identifico de reservas reglamentarias históricas, se agregara la coletilla que si puede advertirse respecto de otras atribuciones de ese y otros poderes del Estado: “de conformidad con la ley”, u otra fórmula similar que diera cuenta de un poder reglamentario intra leges. Pero no era la intención.

Téngase en cuenta que fuera del “todo” queda nada. Si el Presidente en esas materias podía determinar, disponer o reglamentar todo, ya nada más podía quedar en las atribuciones legislativas del Congreso o de cualquier otro Poder del Estado respecto de esas materias. Pues qué es el “Todo” (así con mayúscula) sino el conjunto de todos los conjuntos, la suma de las sumas (Lucrecio), un sinónimo de universo, como explica Comte-Sponville (2020:522); y ¿qué es el universo en física?, pues lo que también tendría que ser para el jurista, el historiador o el politólogo que hay que ser al interpretar la Constitución: el conjunto o totalidad de todo lo que existe, del espacio, del tiempo, la materia, la energía y la fuerza.

De manera que, si interpretamos de forma conjunta y en atención a su más puro contenido semántico las disposiciones constitucionales que, por un lado, (i) limita las atribuciones del Congreso para legislar acerca de toda materia que no sea de la competencia de otro Poder del Estado, con, por otro lado, (ii) las atribuciones presidenciales de determinar, disponer o reglamentar todo lo relativo a ciertas materias, que, es importantísimo resaltar,  antes correspondían al marco de competencias legislativas congresuales; debemos concluir que respecto de esas materias se identificaban auténticas reservas reglamentarias en la historia constitucional dominicana del siglo XX. Una historia en su mayor parte caracterizada por el fortalecimiento del presidencialismo en desmedro de un equilibrio en la distribución clásica de las funciones del poder en el Estado, o bien, en afectación del principio de legalidad estricta y sus reservas de ley como barreras y fuentes de la actividad del Ejecutivo, y en fomento del hiperpresidencialismo (Nino:1992).

En esa línea, es correcto afirmar sin mayores esfuerzos intelectuales que hubiese sido inconstitucional por invadir el dominio reglamentario una disposición legislativa que fijase un número para las Fuerzas Armadas o el Ejército contrariando o no una disposición reglamentaria del Presidente de la República, o la que entre 1934 y el año 2010 hubiese regulado lo relativo a zonas marítimas, fluviales y militares, o a la habilitación de puertos y costas marítimas (como en efecto hubo de promulgarse y permitirse la vigencia de más de una ley en ese tenor, pero no por eso legítimamente constitucional), pues en definitiva, por determinación del Constituyente, reservas reglamentarias.

Sin embargo, en perspectiva pragmática, al contar con la plena e incondicional disposición del Congreso a su voluntad, al Generalísimo le resultaba indiferente ejercitar esas reservas reglamentarias -además de lo estratégico que significaba prescindir de esa potestad a modo de guardar las formas simbólicas de una falsa democracia representativa o de un mejor equilibrio en la separación de poderes-, como por igual le era innecesario hacer sustituir la forma de gobierno republicano por el modelo monárquico -tiránico-, pues algo similar siempre fue en esta sociedad y para nuestra población, para usar el membrete de Euclides Gutiérrez, un “monarca sin corona”, pero con un tricornio de estilo exclusivo tejido con hilos de oro. Paradójicamente lo mismo podría decirse de los presidentes posteriores a 1966 (superado el período de inestabilidad: 1961-1965), quienes también prescindieron de practicar las indicadas reservas reglamentarias, no tanto por regularmente disponer de mayorías congresuales -salvo en breves intervalos-, como porque tales potestades habían dejado de advertirse inminentemente necesarias en la coyuntura geopolítica presente durante el resto de la guerra fría y su etapa por venir.

Al respecto, Jean Rivero, explicando cómo el vuelvo radical que implicó en sentido técnico y teórico el modelo de delimitación de competencias normativas que introdujo la Constitución del 4 de octubre de 1958 se vió sensiblemente atenuado por la práctica gubernamental y parlamentaria, ha escrito que: “[l]os gobiernos cuando poseen unq mayoría parlamentaria, rara vez utilizan los procedimientos de los artículos 41 y 37 (2o). Una voluntad de simplificación los ha llevado frecuentemente a incluir, en sus proyectos de Ley que sabían serían adoptados sin dificultad, disposiciones que deberían haber correspondido a la competencia reglamentaria.” (2019:101)

Posteriormente, digamos que quizás conscientes de todo lo anterior, quienes tuvieron a cargo la revisión de las atribuciones congresuales y presidenciales en el proyecto de Constitución que terminó por proclamarse como Constitución de la República Dominicana el día 26 de enero de 2010, modificaron el régimen de potestades del Presidente al establecer que respecto de las materias citadas que antes podía determinar todo lo relativo o cuanto concierna, ahora solo podría disponer o reglamentar,  “con arreglo a la ley”, es decir, subordinado por el imperio legislativo del Congreso Nacional. Un cambio mínimo, pero trascendental; como ese que el gatopardismo recomienda para que todo siga igual. Así puede leerse en los literales e) e i) de su artículo 128, que es el texto constitucional vigente y modificador de lo que desde 1934 y 1955 también podía leerse exactamente igual en el artículo 55 de la Constitución de 1966 y hasta la reforma del año 2010.

El hecho de que tales potestades normativas originales de un régimen dictatorial se mantuvieran constitucionalmente a disposición de los presidentes de posteriores gobiernos de corte democrático y liberal hasta el año 2010, no pasa de ser un detalle curioso para extranjeros, pues, como bien expresa la Dra. Ramonina Brea del Castillo: “la institución presidencial dominicana de tipo moderno se modeló en el transcurso de la dictadura de Trujillo, de la cual, a pesar del proceso de democratización impulsado en 1961 y en 1978, conserva rasgos culturales y una pervivencia de la “jefatura”, adaptada ahora al nuevo ordenamiento.” (2012:10)

La continuidad o permanencia de las instituciones y reformas jurídicas organizadoras del presidencialismo trujillista como modelo o sistema de gobierno, conservado y solo superficialmente renovado bajo los órdenes políticos y gubernamentales del resto del siglo XX, es la mejor explicación de la vigencia en el tiempo de las referidas reservas reglamentarias. De ahí que, para decirlo con las palabras del sociólogo José Oviedo, “[e]l marco constitucional de 1966, incluyendo al connotado art. 55, que define las atribuciones presidenciales, fue establecido para potenciar la capacidad de la presidencia para ordenar el Estado y la sociedad mediante un funcionamiento institucional que le otorgara gran libertad de acción y la disponibilidad de grandes recursos. Dicha Constitución concibe al Estado, vía Presidencia de la República, como un potente estructurador del orden social.” (2010:24). En otras palabras, trujillismo puro y duro.

En fin, en Trujillo -con el trujillismo, también debemos identificar sino al padre del hiperpresidencialismo dominicano, a su más importante precursor, así como en Balaguer -con el balaguerismo, al más importante y exitoso continuador de ese modelo, pero no el único y menos el último. Circunstancias innegables que explican y justifican la existencia de las referidas reservas reglamentarias en nuestra historia constitucional, pero no el despiste, la incomprensión o la ignorancia deliberada de nuestros juristas frente a tales manifestaciones ordenadoras también del referido hiperpresidencialismo, modelo que sigue encontrando su principal patrocinio jurídico en nuestro régimen constitucional vigente.

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Manuel A. Rodríguez

Abogado

Licenciado en Derecho magna cum laude, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (2006), Master en Argumentación Jurídica, Universidad de Alicante (2014) y Master di Secondo Livello in Argomentazione Giuridica, Universitá degli Studi Di Palermo (2014). Investigador Senior del Centro Universitario de Estudios Políticos y Sociales de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, CUEPS-PUCMM. Abogado en ejercicio, historiador, numismático, filántropo, poeta y rapero.

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