El reciente Premio Nobel de Economía concedido a Philippe Aghion, junto a Peter Howitt y Joel Mokyr, ha vuelto a colocar en el centro del debate una verdad esencial: el crecimiento sostenido solo se logra mediante la innovación constante. Aghion y Howitt formalizaron en su teoría del crecimiento endógeno un principio que Joseph Schumpeter había descrito hace casi un siglo: el progreso surge cuando lo nuevo reemplaza a lo viejo, en un proceso que él llamó destrucción creativa.
En palabras simples, la destrucción creativa ocurre cuando las innovaciones derriban estructuras económicas obsoletas y abren espacio a nuevas actividades, más productivas y sostenibles. Es un proceso creativo, porque impulsa el conocimiento y la competencia, pero también destructivo, porque las empresas o sectores que no se adaptan desaparecen. De esa tensión nace el crecimiento real.
Durante siglos, la humanidad vivió sin avances significativos de una generación a otra. Todo cambió con la Revolución Industrial, cuando la innovación se volvió permanente. Desde entonces, el progreso económico ha sido inseparable del cambio tecnológico. Pero como advierte Aghion, el verdadero peligro no son las crisis ni las burbujas, sino el estancamiento: cuando un país deja de innovar y se refugia en lo conocido, queda condenado a la irrelevancia.
La falta de innovación es el nuevo subdesarrollo
Negarse a innovar no es conservar: es retroceder. Las empresas que no se reinventan pierden competitividad; las economías que no invierten en conocimiento quedan atrapadas en sectores de bajo valor agregado. El talento que no se forma se convierte en rezago. Por eso, el desafío más urgente de nuestras sociedades no es solo crecer, sino transformarse.
El caso dominicano
República Dominicana ha mostrado un crecimiento económico notable en las últimas décadas, pero ese crecimiento no ha estado impulsado por la innovación, sino por sectores tradicionales como el turismo, la construcción, las zonas francas, los servicios financieros y las remesas. El resultado ha sido un avance cuantitativo, no cualitativo: la economía crece, pero no se transforma; probablemente, por eso comienza a desacelerarse el crecimiento.
Según el Índice Global de Innovación 2024 de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), el país se encuentra por debajo de la media regional en inversión en investigación y desarrollo (I+D), en producción científica y tecnológica, y en colaboración entre universidades y empresas. En insumos de innovación ocupa posiciones cercanas al puesto 85 y en resultados, alrededor del 100. En síntesis, tenemos talento, pero no lo convertimos en innovación.
La educación dominicana, además, sigue anclada en modelos del siglo pasado. Mientras el mundo se mueve hacia la inteligencia artificial, la robótica, la biotecnología y la sostenibilidad, nuestras aulas siguen centradas en la memorización y no en la creatividad, la investigación o la resolución de problemas. Y sin educación moderna, no hay innovación sostenible.
El gasto nacional en I+D apenas representa una fracción mínima del PIB, muy por debajo del promedio latinoamericano y lejísimos de países líderes como Corea del Sur, Finlandia o Israel. El sector privado, salvo excepciones, invierte poco porque el entorno institucional carece de incentivos y protección para la innovación.
El país también sufre una fragmentación institucional: distintos ministerios, universidades y centros tecnológicos operan sin coordinación ni metas comunes. No existe una estrategia nacional que articule el triángulo esencial del progreso: Estado, academia y empresa.
Si no corregimos el rumbo, el costo será enorme —no solo económico, sino también social y cultural—: la industria manufacturera perderá competitividad frente a países más automatizados y digitalizados; los jóvenes formados en carreras tradicionales tendrán dificultades para insertarse en un mercado tecnológico; el turismo, pilar actual del crecimiento, podría estancarse si no se adapta a la era digital y sostenible; y la dependencia tecnológica y financiera nos hará cada vez más vulnerables. En otras palabras: la falta de innovación es el nuevo subdesarrollo.
República Dominicana necesita una revolución silenciosa basada en tres pilares: innovación, educación y apertura inteligente. El Estado y el sector privado deben comprometerse a aumentar de forma sostenida la inversión en investigación y desarrollo, con metas claras a 10 y 20 años. Cada peso invertido en innovación se multiplica en productividad, exportaciones y bienestar.
La educación debe reformarse desde la raíz. Necesitamos escuelas conectadas, pensamiento crítico, programación, robótica y creatividad desde los primeros grados. Las universidades deben convertirse en laboratorios de innovación, y la formación técnica adaptarse a las nuevas industrias: energías renovables, ciberseguridad, biotecnología, inteligencia artificial y turismo sostenible.
Además, se requiere un ecosistema nacional de innovación que conecte al Estado, la empresa privada y la academia; que ofrezca incentivos fiscales, protección de la propiedad intelectual y apoyo financiero a emprendedores tecnológicos.
El dominicano es naturalmente creativo, pero el sistema lo desalienta. Se castiga el error, se teme al riesgo y se premia la rutina. Sin embargo, toda innovación implica un riesgo calculado. Debemos fomentar una cultura de aprendizaje continuo, curiosidad y adaptación.
Negarse a innovar no es conservar: es retroceder
El futuro pertenece a quienes saben innovar cuidando el planeta. La transición energética, la agricultura inteligente y la movilidad eléctrica son oportunidades que República Dominicana puede aprovechar si asume el cambio como política de Estado.
El mensaje de Philippe Aghion es claro: no innovar es más peligroso que equivocarse innovando. Las sociedades que prosperan no son las que temen al cambio, sino las que lo lideran. Nuestro país debe tener el coraje de hacerlo. Porque cada año sin apostar por la innovación es un año que nos aleja del futuro. Y el futuro —como el progreso— no espera a nadie.
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