Se entiende la necesidad de una reforma fiscal. El Estado necesita más recursos para invertir en la gente (mejorar los servicios) y reducir el déficit fiscal, pero es injusto hacer recaer casi todo el peso de esa reforma sobre los pobres.

Claro, la reforma no plantea que serán los pobres los que más pagarán en términos absolutos, pero omite que son ellos los que más pagarán en términos relativos. Y esto es una tremenda injustica.

Por ejemplo, al gobernador del Banco Central, que tiene un salario de 1.843.190 pesos mensuales, pagar ITBIS o IVA por casi todo lo que se lleva a la boca no le quita el sueño, ya que, en el supuesto de sus gastos en alimentación asciendan a 90.000 pesos mensuales (cantidad más que suficiente por severa que sea la bulimia de él su familia) esa suma apenas representa el 0.4% de su salario neto.

Para los integrantes de las familias más afortunadas del país, que tienen ingresos mensuales muy superiores al sueldo del gobernador del Banco Central, ese porcentaje se reduce casi a nada. A estos ni siquiera les quita las ganas de seguir durmiendo.

Otra es la situación de los pobres, sus gastos en alimentación (para malcomer, no para alimentarse bien) representan casi la totalidad de sus ingresos.

De manera, que reducir a unos poquísimos productos la lista de alimentos libre de ITBIS o IVA, como propone la reforma, es hundirlos más en la miseria. Y no es con el aumento del salario mínimo anunciado (muy por debajo del costo de la canasta familiar para el primer quintil) y unos pírricos 500 pesos adicionales para la tarjeta solidaridad que se va a impedir ese hundimiento.

Los sectores populares (que llevaron al poder al PRM en 2020 y tendrán la posibilidad de desalojarlos de allí en 2028) aspiran a una reforma fiscal que afloje la tuerca abajo, ensanchando la lista de alimentos libres ITBIS. En el mejor de los casos, reduciéndola a aquellos alimentos poco saludables, por su alto contenido en azúcar o grasas saturadas y trans, come hacen varios países.

La reducción de recaudación que esto implicaría podría ser ampliamente compensada con la eliminación de gastos superfluos e irritantes privilegios en el Estado. Que ensayen y verán.

Y los fondos adicionales para invertir más en la gente y sacar al país de la lista de las sociedades más desigualitarias de América Latina deberían venir de apretar la tuerca arriba, desmontando gradualmente incentivos y excepciones fiscales que no tienen por qué ser eternas, cobrando lo debido a una clase media y alta acostumbrada a no pagar impuesto por la propiedad, así como a una mediana y pequeña empresa que, amparada en la informalidad, no paga impuesto. Arma de doble filo, porque es esa informalidad la que le impide acceder al crédito para realizar las inversiones necesarias para modernizarse y seguir creciendo.

También de impuestos selectivos a las bebidas alcohólicas (que deben mantenerse como lo propone la reforma, por más que griten los fabricantes), de mayores impuestos a los productos de tabaco, juegos de lotería y bancas de apuesta, carros de lujos, embarcaciones de placer y otros.

Pero imponer sacrificios a los de arriba y proteger a los de abajo no es lo que ha caracterizado nunca a los gobiernos de esta República, cuya economía crece y crece, pero no encuentra la forma de pagar la deuda que tiene con los pobres.