Tengo espíritu aventurero. Me encanta rututiar por los pueblos, placer que comparto con mi hijo mayor. Disfruto las carreteras, me gusta ir viendo el paisaje y cuando veo casas en los campos me imagino cómo encantaría vivir en una de esas.

Las vivencias con mi papá hoy las recuerdo con mucho cariño y nostalgia, todo ese amor por las carreteras y las aventuras, vienen por él.

Mi papá fue político, bueno eso pensó él cuando -creyendo en el “hermano, préstame tu voto”- hizo su campaña por los campos de La Vega. Yo siendo muy niña fui su compañera de aventura. Recuerdo ir campo por campo. Mi mamá, que siempre fue muy jocosa, contaba luego que a mi papá le fue tan bien que de esa campaña le quedó un bombillo y un molde de hielo.

También fue maestro rural, aunque luego fue maestro en la ciudad. Desde que yo tenía oportunidad me iba con él al campo. Cuando voy a Santiago al pasar por Burende tengo que pensar en él. Ahí impartió clases y recuerdo lo lejos que quedaba de la ciudad; era tan difícil llegar que había que ir montado en un jeep de los de antes. Muchos maestros se juntaban en la travesía, pues iban a los diferentes campos y, como en el caso de Burende, se iban los lunes y regresaban a la casa los viernes. En ese entonces esa comunidad quedaba lejísimo. Hoy se ha convertido en la sede de la fábrica de muebles en caoba. Y queda ahí “mimito” de La Vega, en quince minutos se llega. ¡Oh la civilización que hace cosas!

Otra de las aventuras vividas con mi papá era el ir a pescar al río Camú por la comunidad de Las Maras. Salíamos a pie de casa, caña de pescar fabricadas por él en mano. Antes nos habíamos dado a la tarea de recolectar las carnadas, que eran lombrices de tierra, las que luego colocaríamos en los anzuelos. Al manipular éstos, tenía mucho cuidado pues decía mi papá que si entraban en el cuerpo no podían salir por la forma de gancho que tenían. A la orilla del río había unas plantas que eran las que nos servían para almacenar los pescados, cada una tenía una rama parecida a un paragüita y en ella ensartábamos la presa entrándolo por la boca y sacándola por las agallas.

De mi papá recuerdo que no nos podíamos poder motes, enseguida corregía. Tampoco se podían decir “dichos”, aunque nunca los dijimos, pero mi hijo mayor es un experto en ellos, algo que le molestaba infinitamente a él.

Para el día de las madres, recuerdo ir a la “Casa Amarilla” la noche anterior a comprar el regalo para mi mamá. Muchas veces cosméticos, otras veces cartera, lozas finas, en fin, el mejor regalo.

Mi papá fue un gran lector, aunque sus libros no se los prestaba a nadie, pero tenía un amigo con el que los intercambiaba, se trataba de “Fiquito Morel”, el papá de mi gran amiga desde la niñez, Luchy, ambos eran necios con sus libros. Me encantaba cuando me decía que íbamos a su casa a intercambiar nuevos libros, pues era mi oportunidad de estar con Luchy, costumbre que al día de hoy me llena de ilusión.

Pienso que todo en la vida está basado en la experiencia. Los recuerdos de la niñez, marcan.

Siempre me ha gustado estar en los atardeceres dentro de mi casa. Si por casualidad debo salir, me entra una desesperación por llegar y ya sé el porqué; he llegado a la conclusión de que son recuerdos de la niñez, sin embargo, los amaneceres me encantan, para mí significa la esperanza.

Cuando estaba pequeña, de vez en cuando inventaba ir a pasar vacaciones donde mis abuelos a Cotuí. Mi mamá me cuestionaba mucho si estaba segura. Generalmente el chofer que hacía la ruta La Vega-Cotuí, salía por la tarde y como era un trayecto en ese entonces tan largo, íbamos llegando al atardecer. Lo primero que divisaba al llegar al pueblo era el tanque de agua, ahí comenzaba a meditar si había sido una acertada decisión. Cuando iba cayendo la tarde y llegando la noche, el pueblo se iba poniendo en penumbra y ya tarde apagaban la planta que daba luz a la población. Ahí comenzaba mi llanto. Al amanecer al otro día, debían ponerme de nuevo en camino para mi casa.

A propósito de mi reacción ante verme lejos de casa, tengo dos anécdotas. Cuando íbamos a casa de mis padres, todas las tardes, costumbre que tienen mis hijos de venir a casa, al disponernos a regresar, mi hijo menor me decía que se quedaría a dormir con mi mamá, pero cuando nos veía a Luicho y a mí en la acera fuera de la galería me decía que mejor se quedaba otro día porque sabía que me iba a hacer falta.

Por otro lado, mi sobrino nieto que vive en EE.UU. cuando no quiere ir a la escuela le dice a su mamá, mi sobrina, que lo que pasa es que quiere quedarse acompañándola porque sabe que ella lo va a extrañar.

Recordar mi niñez, los años vividos con mis padres y mis hermanas permiten que el verme ya en estos tiempos en que soy abuela aflore en mí un dejo de nostalgia y valore el calor del hogar que he querido trasmitir a mis hijos y que ellos han sabido enseñarles a sus hijos viniendo día a día a compartir conmigo, acostarse en mi cama tal como hacíamos cuando ellos eran pequeños e íbamos a casa de mis padres.

EN ESTA NOTA

Elsa Guzmán Rincón

Bibliotecóloga

Maestra y Bibliotecóloga, retirada.

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