La razón reflexiona y, entre otras cosas, comprende; valora, critica; descubre; conoce y distingue lo correcto de lo incorrecto. También analiza la realidad para determinar sus propiedades, fundamentos y, sobre todo, la dirección de su movimiento dialéctica.
Cuando se equivoca, reproduce las cenizas de las desilusiones en el fondo de sus propias limitaciones.
De ese modo, y, quizás sin quererlo, se desalienta; siente nostalgia; razona y desrazona (lo cercano y lejano); se fanatiza; pierde lucidez y se extravía en el oscuro bosque de laberintos.
Immanuel Kant, gran escépticos, agnósticos y racionalista, cuestiona la razón y descubre sus limitaciones, al tiempo que reconoce su gran capacidad para interpretar y obtener conocimientos.La razón, en su estado natural, juzga críticamente (sin ortodoxia), y, a la vez, es libre en sí, hasta cierto punto, para alcanzar la certeza de las cosas.
En su afán de lograr la objetividad cognoscitiva, rechaza trivialidades y, en gran medida, la ceguera del fanatismo. Eso, ciertamente, la fortalece y , tal vez, le impidiría ahogarse en las cenizas de las desilusiones y los errores garrafales.La razón, como tal, es libre y dueña de sí, en tanto procura la variedad cognoscitiva; supera deslices y evita, al menos, la exclusividad y voluntad de dominio.
Sin perder eso de vista, la gran filósofa, Dulce María Granja, habría de recordar la concepción kantiana sobre la razón:
“(…) Para Kant, en el gran consejo de la razón humana todos tienen voz. Su filosofía se opone totalmente a dar prominencia a una razón exclusiva y excluyente. Acaparar la razón y pretender que prevalezca una razón homogénea y única que se impone a los demás, equivale a ir en contra de la máxima del pensar extensivo y sostener la errónea pretensión de privilegiar una penuria de la razón, una razón empobrecida, estéril y precaria, en la que no hay lugar para la diversidad, la riqueza y la pluralidad.”
Kant, sin duda alguna, hizo su apuesta por una razón plural, justa y libre, que juzgue críticamente y no avasalle, ni margine al otro. Para él, la razón ha de ser prudente y comedida en sus actuaciones. De ese modo y no de otro, trascendería sus límites; despejaría dudas; aclararía confusiones y, al menos, ejercería la crítica con libertad y sin prejuicio alguno. También examinaría y, a la vez, procuraría la verdad.
La razón, cabría decir, ve lo cercano y lejano. Aunque no podría saberlo, constantemente aumenta su saber; se comprende así misma, al tiempo que aprende y desaprende.
En efecto, la razón divaga cuando se sabe pérdida y no logra la certeza deseada en medio del paroxismo desesperante, signado, mucho más que poco, por la impotencia de no trascender su límite intrínseco.
Semejante situación, al parecer, le viene dada, probablemente, cuando está confundida y sirve a la irracionalidad desvanecida en la conciencia somnolienta y extraña de sí.
Habría que usar la razón de la mejor manera posible para evitar equivocidades; corregir errores y vivir, por así decirlo, de manera ejemplar en este aquí y ahora, lleno de luces y sombras, que, ciertamente, alborota la imaginación y la condena, por decirlo de algún modo, a la torpeza y atrocidades más espeluznante.
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