En 1935, Sinclair Lewis publicó una novela distópica: It Can’t Happen Here. El argumento central gira en torno al auge de un líder populista que transforma a Estados Unidos en un régimen autoritario. Pero la distopía dejó de ser tal, como lo demuestra el libro coordinado por Cass Sunstein en 2018, en el cual se concluye que la deriva autoritaria sí puede suceder en Estados Unidos.

El riesgo de retrocesos democráticos, en el siglo XXI, está marcado por procesos políticos que de manera paulatina y gradual desmantelan las instituciones de la democracia constitucional. Como Levitsky y Ziblatt concluyen, las democracias mueren desde adentro, en muchos casos, de la mano de ganadores de elecciones libres y justas.

La gradualidad de este retroceso dificulta apreciarlo correctamente. Para cuando la deriva autoritaria resulte evidente suele ser ya muy tarde para salvar a la democracia. Pero hay otra razón que permite explicar la dificultad de resistir a estos retrocesos graduales, a saber, el sesgo de la sobreestimación de la democracia.

En 1998 algunas voces alertaron sobre el riesgo del auge de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales venezolanas pautadas para diciembre de ese año. Sin embargo, el consenso general era que la ruptura de la democracia no podía suceder en Venezuela. De acuerdo con este consenso, Venezuela, considerada como el ejemplo de democracia en la región, tenía instituciones políticas consolidadas y resistentes a cualquier embate autoritario. Además, se estimaba que Chávez no era más que una figura anecdótica, que no representaba ningún riesgo para la estabilidad democrática.

Este consenso ha debido terminar cuando Chávez fue electo presidente, en comicios libres y justos celebrados en diciembre de aquel año 1998. Pero el sesgo político continuó. Así, en enero de 1999 la Corte Suprema dictó una sentencia en la cual optó por tolerar la convocatoria de la asamblea constituyente, a pesar de que era abiertamente contraria a la Constitución. El Congreso, dominado por la oposición, incluso le otorgó poderes legislativos a Chávez. La premisa de la cual se partió era que en Venezuela no podía haber una ruptura democrática y que, en todo caso, las instituciones controlarían a Chávez.

El diagnóstico resultó ser completamente errado. El proceso constituyente promovido por Chávez degeneró, como era de esperar, en un golpe a la Constitución de 1961, lo que socavó severamente las bases democráticas de Venezuela. Apelando al discurso populista, Chávez avanzó en su agenda autoritaria, reduciendo adversamente las condiciones de integridad electoral, y transformando a Venezuela en un autoritarismo competitivo. Cuando la sociedad civil logró aprovechar la última rendija que quedaba, con las elecciones parlamentarias de 2015, Maduro optó por cerrar los limitados espacios de competencia, para convertir a Venezuela en un autoritarismo cerrado. La democracia, que en 1998 muchos consideraron irreversible, había muerto.

La lección de Venezuela es clara: no hay democracias eternas. Todo sistema democrático puede resquebrajarse y eventualmente colapsar. Este colapso, probablemente, no vendrá de la mano de tradicionales golpes militares, sino de un deterioro progresivo y gradual, que comenzará con la elección de un líder carismático que promete destruir a un sistema de élites que oprimen al pueblo.

Aun cuando no fue posible evitar la muerte de la democracia en Venezuela, la experiencia de este país es útil para analizar, en otros entornos políticos, riesgos de derivas autoritarias. Con este objetivo en mente, podemos resumir cuatro indicadores que deben tenerse en cuenta para poder detectar, a tiempo, colapsos democráticos aupados por la narrativa populista.

El primer indicador tiene que ver con el malestar social. Factores como pobreza y desigualdad pueden minar la confianza ciudadana hacia la democracia, generando incentivos para apoyar a líderes carismáticos que prometen demoler a un sistema de élites. El colapso de la democracia en Venezuela fue posible pues, en diciembre de 1998, los venezolanos decidieron elegir a un líder carismático y anti-sistema, como respuesta a un malestar social generalizado.

El segundo indicador tiene que ver con la debilidad de los partidos políticos. Sin capacidad para apreciar sus propias limitaciones, los partidos pueden fomentar una competencia destructiva entre ellos, desestimando el riesgo del líder populista emergente. En 1998, los partidos políticos tradicionales desestimaron el riesgo que representaba Chávez, creyendo falsamente que la elección no constituía una amenaza a su existencia.

El tercer indicador es la sobre-confianza en las elecciones. Tradicionalmente, las elecciones han sido valoradas como una forma de protección de la democracia, siempre y cuando sean libres y justas. La elección de Chávez, en diciembre de 1998, fue legítima, pues no hubo ningún fraude que afectara a la voluntad popular. Pero al enfocarse en las condiciones de integridad electoral, se perdió de vista que, debido al malestar imperante, esa voluntad apoyaba una opción claramente autoritaria. Creer que las elecciones libres siempre conducen a resultados democráticos eleva los riesgos de derivas autoritarias.

El último indicador es la calidad de la separación de poderes. Si bien la primera condición para la deriva autoritaria es la elección de un líder carismático, la segunda condición es una falla institucional que permite al líder avanzar en su agenda autoritaria. Aquí también opera otro sesgo: creer que las instituciones son tan resistentes que podrán revertir cualquier declive democrático. En realidad, es mucho más fácil destruir la democracia aprovechando fallos en el Estado de Derecho que reinsertar la democracia una vez que la deriva autoritaria se ha consolidado.

Este indicador también se relaciona con los partidos políticos. Como sucedió en Venezuela, los partidos pueden ignorar el riesgo que representa el auge del líder carismático, lo que podrá traducirse en concesiones que, en suma, amplíen su poder. Cuando en Venezuela los partidos políticos quisieron reaccionar a la ilegítima propuesta constituyente de Chávez, era ya muy tarde.

Para que esos cuatro indicadores puedan detectar riesgos autoritario-populistas, es necesario abandonar el sesgo democrático, esto es, la sobreestimación de la democracia concluyendo que, en nuestro país, no puede suceder ninguna ruptura democrática, pues, en suma, nuestro país no es Venezuela. Este fue el mismo sesgo que, en 1998, contribuyó a destruir la democracia en Venezuela. De allí el llamado a la acción: no confiar en la pervivencia de la democracia y, desde hoy, realizar acciones concretas para su protección. Mañana puede ser muy tarde.

Eduardo Jorge Prats

Abogado constitucionalista

Licenciado en Derecho, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM, 1987), Master en Relaciones Internacionales, New School for Social Research (1991). Profesor de Derecho Constitucional PUCMM. Director de la Maestría en Derecho Constitucional PUCMM / Castilla La Mancha. Director General de la firma Jorge Prats Abogados & Consultores. Presidente del Instituto Dominicano de Derecho Constitucional.

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