“Las instituciones importan porque determinan cómo se toman las decisiones cuando las reglas se ponen a prueba”. — Douglass North
En el ámbito municipal, donde los márgenes de error suelen ser estrechos y la confianza ciudadana es frágil, el presupuesto anual se convierte en una de las pruebas más exigentes para cualquier gestión. No tanto por lo que promete, sino por la forma en la que ordena decisiones, establece prioridades y expone —o resguarda— la credibilidad institucional.
Visto desde esa óptica, la aprobación del Presupuesto de Ingresos y Egresos 2026 del Ayuntamiento de Santo Domingo Este no debería leerse únicamente como un trámite cumplido a tiempo. Lo relevante no está únicamente en el monto —que supera los RD$4,000 millones, conforme a la documentación aprobada por el Concejo de Regidores—, sino que está en lo que el proceso deja entrever sobre la manera en que se está intentando gobernar: con previsión, con cierta apertura a la ciudadanía y con un discurso que coloca la transparencia en el centro de la gestión municipal.
De ahí la necesidad de ir más allá del entusiasmo inicial y asumir cada cifra con conciencia y voluntad política. Ningún presupuesto se valida en el papel. Su verdadera prueba comienza en la ejecución, ese tramo menos visible y más exigente donde se decide si las promesas se convierten en resultados o si terminan perdiéndose en la rutina administrativa.
En lo que respecta a la inversión, el dato es claro: más de RD$300 millones destinados al presupuesto participativo, según cifras comunicadas por el propio ayuntamiento
Desde una mirada institucional, hay aspectos que merecen la pena destacar. El primero está en relación con el respeto al marco legal que regula las finanzas municipales. La aprobación anticipada del presupuesto, acompañada de un respaldo amplio del Concejo de Regidores, introduce un nivel de previsibilidad que durante años ha sido esquivo en muchos gobiernos locales. No es un detalle menor. Cuando los plazos se cumplen y las reglas se asumen como parte natural del proceso, el margen para la improvisación se reduce de forma concreta.
Cumplir la norma no es un trozo de papel ni una formalidad hueca. Es lo que permite que el presupuesto pueda ser examinado, comparado y sometido a control. Cuando faltan reglas claras o los tiempos se diluyen, la rendición de cuentas pierde consistencia y acaba convertida en un discurso sin contenido. En este caso, el procedimiento seguido deja ver un orden institucional que conviene reconocer sin ambigüedades.
A ello se suma la forma en la que se ha incorporado la participación ciudadana. La realización de un Cabildo Abierto y la priorización de obras a partir de demandas comunitarias —según lo informado en el propio proceso municipal— marcan una diferencia frente a esquemas donde la participación se limita a cumplir con el requisito mínimo. La conformación de un Comité de Seguimiento y Control introduce, al menos en el diseño, una lógica de corresponsabilidad que apunta en la dirección correcta.
Ahora bien, el desafío real no está en la convocatoria inicial, sino en la capacidad de sostener ese vínculo a lo largo de la ejecución. La participación pierde densidad cuando no se acompaña de información oportuna, canales de comunicación funcionales y espacios efectivos para dar seguimiento a lo acordado. En ausencia de estos elementos, el proceso corre el riesgo de ser percibido como algo meramente simbólico, más cercano a la puesta en escena que al ejercicio real de control ciudadano.
En lo que respecta a la inversión, el dato es claro: más de RD$300 millones destinados al presupuesto participativo, según cifras comunicadas por el propio ayuntamiento. No es poca cosa. Se trata, además, de recursos dirigidos a lo esencial: aceras que faltan, drenajes que nunca llegaron, espacios públicos largamente postergados. No es una apuesta vistosa ni diseñada para titulares rápidos, pero sí una intervención que se siente en lo cotidiano, allí donde la ausencia de servicios ha sido parte del paisaje durante años.
En el plano fiscal, el presupuesto evita la tentación del exceso. No promete ingresos inexistentes ni se apoya en supuestos difíciles de sostener. Las cifras están construidas con prudencia, a partir de estimaciones técnicas y no de expectativas optimistas. Puede que eso no despierte aplausos, pero suele marcar la diferencia entre una gestión que se sostiene en el tiempo y otra que se desordena a mitad de camino.
Algo similar ocurre con la transparencia. El esquema combina control interno con participación ciudadana, lo cual apunta en la dirección correcta. Pero conviene decirlo sin rodeos: la transparencia no nace del diseño ni se resuelve publicando documentos. Se construye con constancia. Informar cómo avanza la ejecución, explicar los retrasos cuando ocurren y asumir decisiones incómodas en público es lo que termina generando confianza. Lo demás es formalidad.
Incluso así, hay riesgos que no pueden ignorarse. Cuando la información llega tarde —o no llega—, el control social se debilita. Cuando las obras empiezan a tener dueño político, la inversión pierde su sentido colectivo. Al tiempo que los retrasos se acumulan sin explicación, el desgaste ciudadano se vuelve inevitable. Y si los comités carecen de herramientas mínimas, su función se reduce a lo decorativo. A todo esto, se suma un error recurrente: confundir el gasto ejecutado con un impacto real en la vida de la gente.
Nada de esto desautoriza el proceso. Al contrario, pone sobre la mesa la necesidad de corregir a tiempo. La experiencia muestra que los avances institucionales suelen erosionarse más por descuidos persistentes que por errores deliberados.
Hay, además, decisiones sencillas que ayudan a sostener la credibilidad. Por ejemplo, informar con regularidad cómo avanza la ejecución, permitir que los proyectos puedan seguirse sin intermediarios, explicar a tiempo los cambios y los retrasos, y dar herramientas mínimas a quienes participan en los mecanismos de control. Todo eso importa más cuando se acompaña de una línea clara: la gestión pública va, por un lado; el relato político, por otro.
El acuerdo político alcanzado y el liderazgo del alcalde abren un margen favorable para la gobernabilidad. Pero ningún presupuesto se valida por lo sencillo que resulta aprobarlo ni por lo bien que se comunique. Su verdadero valor aparece cuando logra anticipar problemas, sostener el orden durante la ejecución y traducirse en mejoras que la gente pueda reconocer en su vida diaria.
El Presupuesto 2026 de Santo Domingo Este deja ver una institucionalidad que todavía está en proceso de construcción. El desafío, como ocurre con frecuencia, no está en el documento, sino en la coherencia entre lo que se planifica y lo que finalmente se hace. En ese recorrido, el control técnico y ciudadano no estorba: es la mejor garantía de que la gestión pública llegue a tiempo y deje resultados que puedan comprobarse.
Fuentes consultadas: Comunicaciones institucionales del Ayuntamiento de Santo Domingo Este y cobertura de prensa nacional sobre el Presupuesto 2026.
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