El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, proclamó el 2 de abril como el “Día de la Liberación” al anunciar un arancel universal del 10 % sobre todas las importaciones hacia Estados Unidos, junto con tarifas aún más elevadas para 60 países. De inmediato, en algunos sectores empresariales y gubernamentales dominicanos se articuló un discurso entusiasta que celebraba estas medidas arancelarias, bajo el argumento de que el encarecimiento de las importaciones chinas abriría nuevas oportunidades para las exportaciones nacionales, especialmente desde las zonas francas.
Este tipo de discurso, aparentemente pragmático, encubre una peligrosa ceguera ética y geopolítica. Ignora los costos sociales y económicos de dichas políticas para millones de personas, incluyendo la propia diáspora dominicana y de otros países pobres radicada en Estados Unidos. Se trata de un enfoque centrado en los intereses corporativos de las élites locales, que prioriza beneficios económicos inmediatos sin considerar sus implicaciones humanas ni estructurales.
Ese discurso revela una visión profundamente individualista, que se complace en los efectos secundarios positivos para la economía local, mientras ignora los daños colaterales que las guerras comerciales provocan en otros países. Se consolida así una mentalidad utilitarista, donde lo que importa no es la justicia ni la cooperación internacional, sino la capacidad de aprovechar las fracturas del sistema en beneficio propio.
Más grave aún es el silencio absoluto sobre el impacto que esas políticas han tenido en la comunidad dominicana en Estados Unidos. No se trata solo del aumento de la retórica antiinmigrante, las deportaciones o la criminalización de los latinos. Se trata también de una afectación económica concreta: las políticas arancelarias impulsadas por Trump han encarecido bienes esenciales como alimentos, ropa, electrodomésticos y medicinas.
Estudios del Budget Lab de Yale estiman que los aranceles impuestos en Estados Unidos han generado una pérdida promedio de US $3,800 anuales por hogar debido al aumento generalizado de precios. Por su parte, Goldman Sachs calcula que el 70 % de ese costo recae directamente en los consumidores.
Entre los más afectados se encuentra la diáspora dominicana, compuesta en su mayoría por trabajadores con ingresos precarios y altos niveles de vulnerabilidad económica. Según datos del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo, gran parte de esta población vive por debajo de la línea de pobreza conforme a los parámetros de medición en los Estados Unidos.
Las alzas en productos esenciales como alimentos, ropa, medicinas y bienes del hogar reducen su capacidad de ahorro, aumentan el riesgo de quiebra de pequeños negocios y elevan los niveles de desempleo. Lo más crítico, sin embargo, es el impacto en la capacidad de enviar remesas, que constituyen un pilar vital para la economía dominicana. Solo en 2024, el país recibió más de US $10,700 millones por este concepto, cifra que equivale a cerca del 10 % del PIB y representa mucho más que un número: es sustento, alimentación y educación para cientos de miles de familias en el territorio nacional.
Si la diáspora dominicana no enviara remesas a sus familias, la pobreza en el país sería aún mayor. El impacto de los aranceles en la economía cotidiana —a través del encarecimiento de productos, la presión sobre las pequeñas empresas y la pérdida de empleos— limita directamente la capacidad de la diáspora para sostener su nivel de vida y, por ende, para mantener su apoyo económico al país.
Sin embargo, paradójicamente, mientras se aplauden medidas que podrían beneficiar momentáneamente a ciertos sectores económicos, se ignora que esas mismas políticas empobrecen a los dominicanos del exterior, a quienes con frecuencia se exalta como pilares económicos de la nación. Esta incoherencia revela una preocupante falta de perspectiva ética y una desconexión con los valores que deberían orientar la política internacional de un país con vocación solidaria.
El papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, advierte contra los “egoísmos nacionalistas” que impiden pensar en una comunidad global. Señala que muchas decisiones políticas actuales “destruyen lentamente todo sentido de fraternidad humana” y nos alejan de la idea de un destino compartido. En su lugar, propone una economía al servicio de las personas, una globalización con rostro humano y una política basada en la justicia, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos.
Desde esta mirada, el reto para la reflexión pública en la República Dominicana es trascender la lógica cortoplacista, economicista, sin ética, del “si nos conviene, no importa a quién perjudique”. Se impone una conciencia social que integre los valores de equidad, dignidad humana y responsabilidad con la diáspora, que no solo aporta divisas, sino también identidad, resiliencia y presencia dominicana en el mundo.
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