Como sociedad, al igual que la de muchos otros países, la cotidianidad nos depara cada día situaciones que ponen de relieve las concepciones y los estilos de vida que hemos ido construyendo. El desarrollo de los medios de comunicación y la irrupción de las redes sociales “nos ponen al día”, día tras día, minutos tras minutos.
Todo nos llega sin esperarlo o, mejor dicho, todo nos llega pues todo lo seguimos y buscamos. No es una paradoja. La telefonía celular, cual extensión de nuestro propio brazo y captor permanente de nuestra mente y conciencia, nos hace estar saltando de una emoción a otra, como un “tío vivo” que no se detiene nunca.
En nuestro país, en los últimos meses, no parece que “salimos de una”. La tragedia del JetSet, la madre que decapita a su hija, el marido que ciega la vida de su pareja, hijos y otros parientes, el joven que hiere y termina con la vida de personas íntimas de él, allegadas y vecinas, nos genera desconsuelo y estupor.
Autoridades gubernamentales bajo el supuesto de querer “resolver problemas de tránsito en determinada zona”, como el “acondicionamiento de determinado parque ante los juegos que se avecinan”, no encuentran otra manera que no sea cegando vidas de árboles, junto a otras especies de otros seres vivos que pululan entre ellos.
Vidas todas con historias, con raíces enraizadas en la mente y en el alma de muchos. Que dieron cobijo y posibilidades de vida a otros. Que adornaron y cobijaron con sus brazos y sus ramas a muchos otros, hoy serán solo recuerdos. Y es que la vida, en cualesquiera de sus manifestaciones siembra, cultiva y crea nuevas vidas.
En el plano internacional, cual remembranza de la tragedia sufrida por millones de judíos y muchos otros grupos étnicos que perdieron sus vidas en manos del nazismo durante los años de la II Guerra Mundial, hoy, aunque luzca contradictorio, el pueblo palestino sufre la muerte y el exterminio por quienes fueron víctimas ayer.
Nuestras decisiones y acciones diarias, en el plano personal como de lo social, deberían estar guiadas por principios morales y valores, que permitan discernir y decidir lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo que no lo es, y de esa manera, posibilitar la construcción de una cultura de la confianza, la equidad y el respeto a toda forma de vida.
Las políticas públicas como los planes y programas de acción y desarrollo de nuestros gobiernos deberían suponer explícitamente esta visión de la vida, sustentada en el respeto a la persona y su entorno, en la promoción y protección de la vida en su sentido más amplio, tanto biológica, como cultural y social.
Una cultura comprometida con la vida es aquella que fomenta los valores del respeto y la colaboración, del amor a la naturaleza, reduciendo o eliminando la cultura depredadora que no mide acciones cuando se trata de nuestro entorno ecológico y todo lo que en él se encuentra.
Desde la niñez aprender a vivir con y junto a los demás, desarrollando actitudes de respeto y aprecio hacia el otro, diferente de mí, pero igual que yo; aprender a apreciar, respetar y disfrutar el entorno natural, que como diría el Papa Francisco en la Encíclica “Laudato Si”, es como nuestra hermana, con la que compartimos la vida.
Una hermana, por lo demás, “que clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella”, diría el Papa fallecido. Se trata de una ética de la vida que nos eduque a todos en valores sólidos, promoviendo el respeto por la vida, la familia y el entorno.
Todos los seres humanos vivimos envueltos en emociones desde la infancia; emociones, muchas de ellas, que nos vienen por la vía de nuestra madre y otras, por la vía de nuestro padre. Algunas de estas emociones nos acompañan por siempre, como otras que desarrollamos debido a nuestras interacciones cotidianas.
Emociones que debemos aprender a reconocer en nosotros, disfrutándolas, cuando no nos hace daño ni hace daño a los demás, cuando nos ofrecen la oportunidad del gozo por la vida vivida, las metas y logros alcanzados; pero igual, a reconocerlas y controlarlas, si es que nos perturban, haciéndonos daños, como a los demás.
Es lo que me lleva a pensar que la educación en sus primeros años debe estar centrada en una pedagogía de la ternura, haciéndonos personas amorosas con nosotros mismos y los demás, con nuestro entorno y la naturaleza. Que nos haga sentir parte del cosmos, del universo inmenso en que vivimos y nos ha permitido la vida.
De igual manera, y desde el ministerio correspondiente, tomar muy en serio la salud mental, promoviendo políticas que permitan a las personas enfrentar la vida con todo lo que ella genera, desarrollando habilidades que nos permitan integrarnos de manera adecuada a nuestro entorno. La salud mental de cada uno tiene un valor intrínseco para el bienestar general.
Como lo que hicimos ayer, lo que hagamos hoy será un factor clave para nuestra satisfacción y como consecuencia, para nuestro bienestar y felicidad como sociedad. Permitamos entonces que nuestras decisiones en el ámbito social como ecológico esté guiado por los principios que nos han hecho humanos.
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