En Sosúa, el Concejo de Regidores decidió retirar del fondo del mar la estatua de Atabey, diosa taína de la fertilidad y símbolo del vínculo sagrado con la naturaleza. No fue por razones ambientales ni estéticas, sino religiosas: sectores cristianos la consideraron un ídolo pagano. Un gesto menor, dirán algunos, pero profundamente revelador.
Lo mismo sucede cada Semana Santa, cuando se prohíbe o restringe el Gagá, esa expresión afrodominicana que mezcla canto, ritmo y ancestralidad. Se acalla lo que incomoda, lo que recuerda que esta sociedad no nació con la cruz, sino con el tambor y el agua.
Ambos hechos son síntomas de una misma enfermedad: la desconfianza hacia el pensamiento. En lugar de interrogar, se condena; en lugar de dialogar, se impone. La censura se justifica con el argumento más fácil —la fe— porque pensar requiere esfuerzo, exige matices, obliga a reconocer que la verdad no es una sola. En el rechazo a Atabey o al Gagá hay más que dogmatismo religioso: hay una renuncia al acto mismo de pensar, esa actividad incómoda que cuestiona lo establecido y abre espacio a lo diferente.
En otra parte del continente, el fenómeno adquiere otra forma. En Estados Unidos, Donald Trump es elevado por millones de seguidores al rango de figura providencial. Haber sobrevivido a atentados lo convierte, dicen, en un “elegido por Dios”. Ese relato, repetido con fervor casi religioso, sustituye el análisis por el milagro. Trump no es visto como un político con aciertos y errores, sino como un instrumento divino.
Hasta sus seguidores dominicanos lo presentan como un “hombre elegido”y, al igual que su séquito en EEUU, lo reconocen merecedor del Premio Nobel de la Paz, aun cuando su trayectoria muestra exactamente lo contrario. Y así, la política se transforma en liturgia.
Sin embargo, basta observar su práctica para entender la contradicción. Su mandato es un laboratorio del conflicto: exalta el nacionalismo, alenta la violencia verbal, divide a su país y desacredita la ciencia, el periodismo y el diálogo internacional. Su política exterior debilita acuerdos climáticos, su discurso alimenta el miedo y la mentira. Llamarlo “mensajero de paz” es un insulto a la razón, una muestra más de ese retorno a la fe ciega que nos dispensa de pensar.
Vivimos una época saturada de información, pero vacía de pensamiento. La inteligencia se confunde con opinión, la emoción con verdad. Ya no se busca comprender, sino confirmar lo que se cree. El juicio crítico se ha vuelto sospechoso: pensar demasiado es visto como un lujo, un peligro o una provocación. Y así, sin darnos cuenta, nos deslizamos hacia una civilización simplificadora, mesiánica, gobernada por certezas automáticas y eslóganes morales.
La ausencia de pensamiento no es un vacío inocente: es una rendición. Cuando dejamos de pensar, otros piensan por nosotros; cuando renunciamos a la duda, abrimos la puerta a la obediencia. Atabey, el Gagá, la razón misma —todo lo que nos recuerda que el mundo es plural y complejo— son hoy los verdaderos herejes. Tal vez el desafío más urgente no sea creer más, sino volver a pensar.
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