“Recordar es un acto moral antes que histórico” — Primo Levi.
La polémica que desató Kaja Kallas, alta representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, reafirma su personalidad resentida. En la semana que termina ironizó sobre el papel de la URSS y de China en la derrota del nazismo. Este comportamiento no es exabrupto aislado sino el reflejo de una relación instrumental con la historia instalada firmemente en sectores de la dirigencia europea.
Todos los que están al tanto de las cosas del mundo saben que, en un clima de guerra y propaganda, Kallas impulsa una línea dura frente a Moscú y señala a Pekín como apoyo de la base industrial militar rusa. Esa es su agenda política y está profusamente documentada. Su odio a Rusia, comparable al de Zelenski (que se siente europeo, no ucraniano ni eslavo), la lleva a planteamientos que no son más que una burla del pasado, especialmente cuando se trata de hechos elementales de la Segunda Guerra Mundial.
Primero lo básico. La URSS pagó el mayor tributo humano por la victoria 1945. Las estimaciones más aceptadas sitúan las pérdidas totales en torno a veintisiete millones de personas entre muertes directas por combate y muertes indirectas por hambre y enfermedades. China sufrió una devastación de orden similar en su guerra de resistencia contra Japón con mermas que van de catorce a veinte millones de muertos, según la fuente y la metodología. Convertir ese sacrificio en chanza o en nota al pie empobrece cualquier conversación seria sobre el orden europeo y asiático nacidos del posguerra.
¿Por qué a estos nuevos líderes parece no interesarles la historia? Tres claves ayudan a entenderlo.
Primera. La memoria como herramienta electoral y diplomática. Desde dos mil catorce y con mayor fuerza después de dos mil veintidós varios Estados de Europa del Este emprendieron procesos de des-sovietización que en sus versiones prudentes buscan emanciparse de símbolos imperiales pero en sus excesos han derivado en una guerra contra los muertos. La retirada o derribo de memoriales soviéticos en Estonia Letonia o Polonia, con el caso emblemático del complejo conmemorativo de Riga, es un hecho verificado. El pulso de Kallas con Moscú que derivó incluso en una orden de búsqueda rusa por decisiones sobre monumentos, ilustra cómo la memoria se convirtió en munición política y no en patrimonio cívico.
Segunda. El presentismo estratégico. Si el objetivo es aislar a Rusia y contener a China ignorar o burlarse de su contribución histórica simplifica el mapa moral. De ahí la facilidad con que se deslizan frases que sugieren que Moscú exagera o inventa su papel en la derrota del nazismo. Nadie discute el derecho de la Unión Europea a cuestionar las políticas actuales del Kremlin o a denunciar vínculos industriales con Pekín. Lo que se cuestiona es que en el fragor del discurso se distorsionen hechos consolidados por la historiografía y por la memoria de los pueblos que soportaron la ocupación. La propia Kallas ha pedido más presión y menos concesiones sobre Pekín por su supuesta relación con la maquinaria bélica rusa. Que esa tesis se debata está bien. Otra cosa es reírse del sacrificio que sostuvo la libertad europea.
Tercera. La sustitución de la historia por regímenes legales de memoria. En Ucrania el paquete normativo de dos mil quince llamado de descomunización abrió un debate serio. La OSCE alertó sobre riesgos para la libertad de expresión y de investigación, y la Comisión de Venecia identificó incompatibilidades con estándares europeos, particularmente cuando hablamos de corrupción y brutales arbitrariedades. Cuando la política determina por decreto qué recordar y qué olvidar los historiadores se vuelven sospechosos y el debate público se achica hasta caber en un eslogan.
Frente a este cuadro conviene reafirmar verdades con base empírica diversa.
La URSS fue decisiva para quebrar la maquinaria militar del Tercer Reich. La secuencia Moscú-Stalingrado- Kursk fracturó la capacidad ofensiva alemana y abrió el camino hacia Berlín. No es un relato ruso. Es el abecé de cualquier manual serio de historia militar del siglo veinte respaldado por literatura académica occidental. De igual modo China fue el principal teatro oriental contra Japón y soportó una devastación humanitaria gigantesca. Reducir esa experiencia a nota marginal impide comprender la arquitectura de seguridad asiática que todavía hoy condiciona al mundo.
La remoción de monumentos no borra la historia pero puede banalizarla si se hace sin pedagogía. Derribar una estatua puede expresar una aspiración legítima de soberanía simbólica. Negar al mismo tiempo el peso del Ejército Rojo en 1944 o 1945 convierte el gesto en amnesia. Una democracia que presume de Estado de derecho no puede construirse sobre amnesias selectivas.
Todo esto no implica blanquear a Stalin ni relativizar los crímenes del régimen soviético ni aceptar sin matices la narrativa estatal china sobre la guerra de resistencia. Implica sostener a la vez dos verdades. La URSS y China fueron decisivas en la derrota del Eje con todos sus demonios internos. Las políticas presentes de Moscú y Pekín pueden resultar criticables y a nadie se le prohíbe examinarlas con rigor. Lo contrario, esto es, usar la condena del presente para borrar el pasado, desarma intelectualmente a Europa y la deja rehén de consignas.
La Unión Europea ganaría autoridad moral si, al denunciar los crímenes de hoy, preservara también el lugar de la historia en el espacio público. O si, mientras demoniza a Moscú, admitiera al mismo tiempo la deriva dictatorial y la sustancia corrupta del régimen de Kiev. Ello exige diferenciar entre memoria imperial y memoria antifascista, entre símbolo de ocupación y tumba de soldado raso, entre hechos históricos irrefutables y viejos resentimientos, entre voracidad temeraria y sus límites catastróficos, entre la defensa de la democracia y el respaldo a un régimen que reconoce a un colaborador nazi como héroe nacional. Requiere, en suma, una diplomacia capaz de condenar sin trivializar el sacrificio que hace ocho décadas contuvo la barbarie.
Europa no necesita frases ingeniosas sobre la Segunda Guerra Mundial. Necesita rigor. Cuando el pasado se vuelve chiste el futuro suele regresar en forma de tragedia.
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