Muchos de los que pertenecemos a generaciones anteriores observamos con preocupación la tendencia de los jóvenes a la sobreexposición de sus vidas en las redes sociales y a la escasa conciencia sobre la importancia de la privacidad y la protección de los datos personales. No obstante, desde los primeros grupos humanos, hemos tenido y sentido la necesidad de registrar nuestra existencia. En un principio, la información se transmitía oralmente de generación en generación y dependía de la memoria colectiva, pero con las pinturas rupestres y los jeroglíficos, los humanos comenzamos a materializar y plasmar datos básicos de nuestro transcurrir terrenal, como quiénes éramos, qué cazábamos y qué creíamos.

Conforme avanzaba nuestro desarrollo, la invención de la escritura en la antigua Mesopotamia marcó un parteaguas, ya que nacieron los primeros registros sistemáticos de información que almacenaban inventarios, tributos y transacciones. Más adelante, la creación del papel en China y su posterior llegada a Occidente transformaron radicalmente la conservación y transmisión del conocimiento, el cual se potenció con la invención de la imprenta de Gutenberg, que permitió reproducir libros masivamente e iniciar el proceso de democratización del acceso a la información como nunca antes en la historia.

Con el siglo XX llegó la era de la computación en la cual los datos dejaron de estar ligados a soportes físicos únicos y comenzaron a representarse y almacenarse en formatos electrónicos. Por su lado, la llegada de internet en los años 90 y, más recientemente, el “almacenamiento y procesamiento en la nube” transformó radicalmente la relación entre el individuo y sus datos, puesto que hoy ya no sabemos en realidad dónde están localizados y almacenados nuestros datos, quién los resguarda o bajo qué marco legal se protegen.

Es decir, pasamos de registrar nuestro rastro en la memoria oral y colectiva de nuestros ancestros a vivir en un presente donde casi todo lo que hacemos deja un rastro digital, muchas veces sin que seamos conscientes de ello: desde los mensajes que enviamos, las compras en línea y las fotos que compartimos, hasta nuestra actividad en redes sociales o la información de ubicación registrada por nuestro teléfono celular. A esto se suma la enorme cantidad de datos nuestros que gestionan tanto el sector público como el sector privado, lo que multiplica las huellas que dejamos en nuestro día a día.

Si en el pasado las pinturas rupestres fueron el primer mural colectivo donde las comunidades dejaban constancia de su vida cotidiana, y los jeroglíficos egipcios funcionaron como un “feed institucional” que registraba genealogías, creencias y mandatos de poder, hoy contamos con los muros digitales de Facebook, Instagram o TikTok. La diferencia es que nunca antes la humanidad había producido y compartido tanta información personal en tan poco tiempo, ni con un alcance global tan inmediato.

Lo que antes buscaba ser sustancial y trascender generaciones, hoy suele ser superficial y efímero, consumido en segundos. Y sin embargo, esa aparente trivialidad no es inocua, ya que, incluso los datos más banales alimentan algoritmos, mercados y decisiones que impactan nuestra privacidad y nuestra vida en sociedad, riesgo que se agrava aún más cuando se combinan con datos personales sensibles. Además, con la digitalización de los servicios públicos y privados, la cantidad de información que entregamos crece exponencialmente, lo que conforma un ecosistema de datos que, si no se gestiona con marcos claros de protección, puede convertirse en una vulnerabilidad crítica tanto para los ciudadanos como para los Estados.

En esta era, los datos son para la economía y la geopolítica lo que el petróleo fue para la era industrial: un recurso estratégico, codiciado y con grandes riesgos asociados. Esto es así, ya que el uso indebido de nuestros datos puede derivar en violaciones a la privacidad, en amenazas a la seguridad nacional, en dependencia tecnológica de los Estados o en prácticas monopolísticas por parte de grandes corporaciones. Es decir, el riesgo existe tanto para el individuo, que puede ver comprometida su intimidad y seguridad, como para los países, cuya soberanía digital puede verse limitada por actores externos.

La cuestión de fondo ya no es si los datos son valiosos, sino quién manda sobre ellos. Y esta pregunta abre muchas otras que requieren reflexión:

¿Quién controla realmente nuestros datos y bajo qué normas?

¿Cómo se articulan la protección de datos personales y la soberanía de datos en un mundo interconectado?

¿Quién debe decidir sobre el destino de esa riqueza intangible que son nuestros datos: los ciudadanos, las empresas o los Estados?

¿Es viable ejercer un control nacional de los datos en un entorno digital sin fronteras físicas?

¿De qué manera se puede equilibrar la privacidad individual con la innovación, la competitividad y la seguridad nacional?

Danny Reyes

Ingeniero civil

Ingeniero Civil - Subdirector de la Oficina Técnica de la Comisión de Tecnología de la Junta Central Electoral (JCE). Gerente de Proyectos certificado PMP por el Project Management Institute (PMI). Especialista en Tecnología Electoral, Registro Civil e Identificación, con estudios superiores en estadística. Certificado en COBIT e ITIL. Miembro del Biometric Institute y del Project Management Institute (PMI). https://search.app/TJ2XYsNJq5cLgwHK7

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