No sé si es mi edad o esta nostalgia testaruda, pero siento que la melancolía se ha instalado en mi alma, como quien quisiera volver a compartir con amigos de infancia. Últimamente me observo fuera del juego: un espectador en las gradas de una República Dominicana ensordecida, donde se grita más de lo que se piensa y se marcha con más furia que reflexión. ¿Y por aquello que realmente se ha perdido? Todavía nadie ha dicho ni “ji”.
¿En qué deporte participamos? ¿Quién gritó playball? ¿Hay árbitro o acaso esto se convirtió en una contienda de denuncias, pancartas y maldiciones vociferadas? Aquí, quien respira distinto es traidor; quien pregunta, enemigo; quien calla, cómplice. Marchamos con machete emocional en mano, impulsados por la santa furia del “me dijeron que dijeron que quizás alguien…”
Marchamos por un estudio de tránsito, por un fantasma en el Jardín Botánico, por un niño haitiano educándose, por impuestos que suben o no.… incluso por el rubor imaginado de un atardecer malinterpretado. No me opongo a la protesta —¡Dios me libre! —, pues marchar es un derecho. Mas esto se ha vuelto una costumbre obligada, una moda con camiseta, megáfono y un guion a medias, dictado por algoritmos e indignación prefabricada.
Defendemos rumores como si en ellos habitara el espíritu de Duarte, y condenamos ideas sin leer una sola letra. Lo simbólico se alza sagrado, mientras lo real se pudre en silencio. Jamás imaginé que atreverse a proponer fuera más grave que mover el altar de la patria.
Nos hemos erigido devotos de la histeria, guardianes del mito, patriotas del espectáculo. ¿Se volvió el patriotismo una mera performance? ¿Una obra sin director, donde todos ansían el rol protagónico, pero nadie conoce el libreto?
Extraño al dominicano que reía de sí mismo, escuchaba antes de condenar y veía en la diferencia la semilla del aprendizaje. Ese ciudadano parece haberse quedado callado, fatigado por el ruido y el juicio exprés. La patria ha devenido en una asamblea de indignados crónicos: médicos, maestros, choferes, ambientalistas, patriotas y antipatriotas que vocean sin cesar.
Yo marcho en silencio, con la tristeza honda de haber perdido algo grande, esencial, por lo que nadie se inmutó. Se nos perdió la capacidad de escucharnos, de dudar sin acusar, y de abrir el oído al otro: aunque no estés de acuerdo conmigo, mereces ser escuchado.
Hoy gritamos más, pensamos menos; denunciamos más, comprendemos menos. Nos llenamos de causas, pero nos ahuecamos de humanidad.
Estas marchas —y sus hashtags de ocasión— sí trajeron resultados. Fortalecieron físicamente a los caminantes, pero dejaron en cuidados intensivos al espíritu y la mente de un pueblo, convirtiéndonos en hipocondríacos sociales, paranoicos patrióticos, narcisistas de salón y pirómanos emocionales. ¿Será que algo nos quema por dentro, sin saber cómo apagarlo? ¿Vivimos en democracia o en una anarquía boutique?
Yo, que me sentía piel de esta tierra, ahora habito en la extrañeza de un extranjero melancólico, con nostalgia de un país que tal vez nunca existió… o que se desmembró y nadie lo quiso conservar.
Querido amigo, quizás lo sientas también: esa pérdida invisible, ese eco sin pancarta ni consigna, esa tristeza mansa que perdura mucho después de dispersarse la multitud. Lo penoso de todo es que nunca hemos protestado por aquello que verdaderamente hemos perdido. Esa empatía y el conjunto de valores, que nos hacía brillar desde lejos.
Y así hemos quedado, con más pancartas que propósitos y más gritos que gestos, con la duda de que no solo se nos fue el apellido de dominicanos, sino el arte sencillo —y valiente— de ser humanos sin la excusa de una causa.
Aunque allá, en la enramada, todavía cuelga la güira… por si acaso el alma regresa.
“El sabio no actúa, y sin embargo todo lo transforma.” — Tao Te Ching
Compartir esta nota