Escribo este artículo porque sinceramente siento que debo transmitir este mensaje. Estamos viviendo un retroceso sin precedentes en cómo se discuten temas de salud, especialmente los que afectan a nuestros niños.

Desde inicios de la década de 2010 empecé a notar el auge de noticias falsas, mal contadas o sensacionalistas sobre ciencia. Fue entonces cuando comencé a decir que “estamos perdiendo lo que nunca tuvimos”. La comunicación científica siempre ha sido difícil, y el periodismo pocas veces ha sabido ser un buen puente entre el conocimiento especializado y el ciudadano común. Nunca tuvimos una buena comunicación, pero las redes sociales traerían algo peor.

Pero esta preocupación nunca ha sido para mí solo un tema de ciencia. Siempre ha sido también una preocupación política. Porque en sociedades complejas como las nuestras —donde la ciencia y la tecnología son el corazón de la economía y del sistema democrático— la posibilidad de tomar decisiones informadas, cuestionar al poder y participar del debate público depende directamente de nuestra capacidad de entender (aunque sea en parte) cómo funciona la ciencia.

Por eso, he observado con creciente inquietud cómo la ciencia es desplazada por lo que llamo pensamientos mágicos: formas de entender la realidad que, frente a su complejidad, ofrecen respuestas fáciles, grandes conspiraciones para explicar estructuras complicadas de poder, frases reconfortantes que caben en un meme o relatos cerrados que parecen explicar todo. No se trata de juzgar a quienes recurren a estas ideas —todos, en algún momento, buscamos certezas en medio del caos—, sino de señalar cómo este tipo de pensamiento, al prometer claridad instantánea, suele evitar el esfuerzo crítico que requiere entender los problemas más urgentes de nuestro tiempo. Algo similar ocurre con ciertas formas de religiosidad, que dispensan de su profundidad teológica en favor de una esperanza mágica -tanto en creencias tradicionales como en corrientes del “new age”- asumiendo la idea de que los problemas se resolverán no a través del esfuerzo individual o colectivo, sino por intervención divina, energética o cósmica.

A esto se suma un cierto tipo de postmodernismo que ha dominado mucho el pensamiento en espacios de políticas alternativas, que al instalarse en una crítica interminable —donde toda estructura de poder es vista como sospechosa— termina por vaciar de sentido la acción política misma. Cuando todo puede y debe ser cuestionado, pero nada puede ser defendido, la posibilidad de construir alternativas reales se vuelve cada vez más difícil. La crítica deja de ser una herramienta de transformación y se convierte en una forma de parálisis.

En su momento pensé que todo esto nos llevaría a una nueva Edad Oscura. Pero no por falta de las vías de intercambio información como tras la caída de Roma, sino por lo contrario: por un exceso tan abrumador de información que nos incapacita para pensar. Un mundo saturado de estímulos que nos empuja a respuestas emocionales —especialmente al pánico— y con eso perdemos la capacidad de matizar, de dialogar, de pensar en escala de grises.

Lo vimos con la pandemia: no estábamos preparados ni para hablar de ciencia, ni de salud, ni de política sanitaria. Y eso nos debilitó. Hoy, ese debilitamiento se está aprovechando políticamente. Cuando una sociedad pierde su capacidad crítica, se vuelve terreno fértil para proyectos autoritarios, que manipulan el miedo para imponer sus ideas. Para el triunfo de estos proyectos, se necesita el apoyo de una ciudadanía que parece olvidar las lecciones aprendidas una y otra vez durante los últimos 100 años, quedan en el olvido. (Recomiendo altamente leer a la filósofa Hanna Arendt para entender un poco más como la apatía ciudadana termina en apoyar los regímenes más sangrientos)

Ahora bien, ¿por qué digo todo esto?

Porque lo que está pasando con el tema del autismo en Estados Unidos me preocupa profundamente. Una figura pública que ha pasado las últimas dos décadas sembrando dudas sobre la ciencia ahora promete “resolver” el tema del autismo. Y lo hace desde una visión cerrada, parcial, que desprecia décadas de investigación seria. Dice querer traer “expertos”, pero solo aquellos que piensan como él, excluyendo a quienes no encajan en su narrativa. Lo que parece un gesto noble es, en realidad, el riesgo de un retroceso brutal en la forma en que entendemos y tratamos el autismo. Y en ese proceso, los que pierden son siempre los mismos: los niños y sus familias.

Y aquí es fundamental entender cómo se manipulan los datos y cómo se nos miente hoy en día.

Una de las cosas que siempre repito en clases de metodología es que la mejor forma de mentir hoy no es inventar, sino decir “la verdad” fuera de contexto. Se usan datos, cifras, estudios reales, pero sin explicar su origen, su marco teórico, sus limitaciones. Se toma un dato, se le arranca de su historia, y se convierte en un arma para sembrar miedo o justificar políticas dañinas.

Por ejemplo, hoy se habla de un “tsunami” de autismo, citando cifras que parecen indicar que cada año hay más y más casos. Se dice que antes el autismo era raro y que ahora uno de cada 36 niños recibe ese diagnóstico. ¿Qué hay detrás de este aumento? ¿Realmente hay más autismo que antes?

La realidad es mucho más compleja. El aparente aumento en la prevalencia del autismo no significa necesariamente una epidemia ni una crisis de salud pública. Lo que ha cambiado radicalmente en las últimas décadas son los criterios diagnósticos, el acceso a servicios de salud mental y la disminución del estigma. Antes, muchos niños autistas eran mal diagnosticados o simplemente ignorados por el sistema. Hoy se entiende que el espectro es más amplio, e incluye no solo casos severos, sino también formas más leves, que antes pasaban desapercibidas o se clasificaban bajo otros nombres.

A eso se suma una mayor conciencia pública, lo que hace que más familias busquen ayuda —y, por tanto, más niños sean diagnosticados. No estamos, entonces, ante una explosión real de autismo, sino ante una sociedad que finalmente está empezando a ver y reconocer una realidad que siempre estuvo ahí.

Y aún más importante: no es verdad que no sabemos nada sobre el autismo. Sabemos mucho más de lo que se dice en los discursos alarmistas. Una gran parte de los casos puede explicarse por causas genéticas. Y también existen factores ambientales —como la edad de los padres al momento de la concepción— que muestran correlaciones significativas. Nada de esto es simple, pero sí sabemos que no hay evidencia sólida que respalde teorías conspirativas. Negar los avances que ya tenemos solo nos hace daño.

No se trata de decir que todo es solo un cambio en el diagnóstico, ni de negar que hay preguntas aún por responder. Se trata de entender que lo que necesitamos es más conocimiento con buena calidad metodológica, cuyo fin no sea solamente validar sospechas e ideologías. Más ciencia, no teorías mágicas. Más matices, entender al otro desde la empatía, no más miedo. Hoy por hoy, el pánico parece estar ganando. En vez de corregir lo que está mal, estamos invitando soluciones falsas que agravan los problemas existentes. Todo esto, atado a un proyecto político con corte autocráticos que está poniendo mucho más en riesgo de lo que creemos.

Respiremos. Reconozcamos lo que sí hemos logrado. Demos gracias por los avances que han cambiado vidas. En mi caso, esos avances han tenido un impacto directo: soy padre de dos hijos que están vivos, creciendo, y siendo aceptados gracias al desarrollo del pensamiento científico y del conocimiento médico. Incluso, recuerdo que al principio dudaba en hablar públicamente del posible diagnóstico de mi hijo. Fue mi esposa quien me convenció de que la visibilización también es una forma de cuidado. Y tenía razón. Lo que vino después fue una ola de apoyo y entendimiento que jamás imaginé. Por eso, creo que debemos de hacerle frente a este nuevo odio que se disfraza de preocupación, porque sinceramente creo que podemos ser mejores.

Carlos José Morel Cantisano

Abogado

Soy licenciado en Derecho, con maestría en derecho y desarrollo. Mi trayectoria se ha centrado en la investigación y discusión sobre política, desarrollo y democracia. Lugar de trabajo: Instituto de Investigación Social para el desarrollo, PUCMM

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