A veces la República Dominicana parece una casa iluminada desde adentro con una jumiadora que intenta alumbrar su propio escenario, pero la realidad termina delatándola: calidez aparente, poca claridad, humo y fragilidad. Entre refugio y riesgo tendremos que decidir qué luz elegimos para mirarnos. Somos un país que se contempla en un espejo roto y distorsionado, y confunde ese reflejo fragmentado con identidad.
En estos días ha surgido un fenómeno mediático que no necesita nombre para ser reconocido —basta con decir: el experimento, el espectáculo, la casa—, una suerte de laboratorio emocional donde se traspapelan la vida, el guion y la necesidad humana de ser mirado.
Un entorno kitsch, ese “mal gusto” que Milan Kundera describe como la incapacidad de enfrentar la complejidad humana y el deseo de envolverlo todo en sentimentalismo instantáneo. Una pseudocultura que imita las formas auténticas del arte, la tradición y la moral, pero sin su profundidad ética o simbólica. Un escenario ideal para convertir nuestra deuda nacional en entretenimiento, decorando la pobreza como paisaje afectivo: una función que transforma la herida de la marginalidad en show y la rabia en guion. Un país que se entretiene con su propio dolor sin tiempo para pensarlo.
Y cuando alguien cuestiona esa vulgaridad —no por elitismo, sino por dignidad— surge el contraataque ceremonial: “Ustedes hablan desde el privilegio.” La frase perfecta para desarmar toda reflexión y blindar el negocio.
Ese es el país verdadero. El país que no grita, pero sostiene. El país que no vende espectáculo, sino esperanza. El país que, aun rodeado de ruido, sigue siendo un acto de fe.
Convertir la crítica en opresión es la estrategia más eficaz para impedir el debate. Es una forma de censura con disfraz de justicia social, donde el reproche se vuelve ofensa y la vulgaridad se proclama como voz del pueblo. Nada resulta más funcional que transformar cualquier cuestionamiento en un ataque de clase. Así, quien señala la manipulación emocional es declarado enemigo del barrio; quien pide respeto se vuelve “desconectado de la pobreza”; y quien exige profundidad termina convertido en sospechoso.
No debería sorprendernos si, más temprano que tarde, algunos políticos y ciertos secretarios de turismo —tan aficionados a pasear drones que muestran desde lo alto los rascacielos del Nueva York chiquito junto con el patrimonio de la primada Zona Colonial— comienzan a promocionar recorridos turísticos por nuestros barrios pobres, como ocurre en las favelas brasileñas o en antiguos campos de exterminio.
Se sustituirían las jaulas del zoológico por una compasión estética hacia la miseria ajena; y hasta podría surgir un negocio adicional: souvenirs del sufrimiento convertido en performance, el pleito narrado como epopeya y la tosquedad envuelta como una autenticidad folclórica rentable.
Mientras tanto, los políticos observan la escena con la devoción de quien descubre un manantial electoral. No les importa el país futuro: les importan los votos inmediatos. Posan, visitan, aplauden, bendicen. Confunden la fragmentación emocional con conexión popular. Son cómplices del ruido porque el ruido moviliza.
La política, atrapada en la estética basta, dejó de pensar en país para dedicarse al cálculo. Lo que debía ser construcción social se volvió coautoría de la algazara.
A ese alboroto se suman las élites que denuncian “degeneración cultural” después de pasar el fin de semana en primera fila, coreando obscenidades con sus hijos en un espectáculo soez y vergonzoso. Y también ciertos grupos “progres” que predican igualdad, pero aplauden la misoginia cuando viene envuelta en espectáculo y pseudonacionalismo. Cambian de consigna según convenga, y la violencia verbal se vuelve “expresión cultural”.
Esa doble moral —tan nuestra— sostiene el fenómeno. Porque el kitsch no solo seduce a las masas: seduce al mayorazgo que quiere sentirse “cercano al pueblo” sin mirarse al espejo. La ironía es simple: lo que la élite celebra en formato internacional lo condena cuando lo encarna un grupo local.
En mi libro Sombras bajo el sol escribí: “Las heridas que no se nombran se vuelven cicatrices que nadie recuerda.” Pues esta época parece empeñada en convertirlo todo en herida que entretiene, cicatriz que da risa, fractura que se vuelve contenido. Es un país mirándose desde lejos, como si alguien más lo contara.
Pero esta no es la historia completa. Este país no es ese ruido.
Se sustituirían las jaulas del zoológico por una compasión estética hacia la miseria ajena
Hay otro territorio —oculto a plena vista—: el país de los héroes cotidianos. El que se levanta a las cinco, el que cuida enfermos, el que educa sin aplausos, el que inventa futuro en silencio. El país de la mujer que abre su colmado con fe, del hombre que remienda el día con paciencia, del muchacho que estudia con una vela, de quienes no tienen cámara, pero sí dignidad.
Ese país nunca fue kitsch. Nunca necesitó luces de feria. Nunca convirtió su dolor en mercancía.
Ese es el país verdadero. El país que no grita, pero sostiene. El país que no vende espectáculo, sino esperanza. El país que, aun rodeado de ruido, sigue siendo un acto de fe.
Y a ese país —no al decorado— le debemos nuestras palabras.
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