La magnitud de la Marcha del Pueblo provocó un auténtico alboroto en el ambiente politico dominicano. Los adversarios de la Fuerza del Pueblo, incapaces de digerir la fuerza social y cívica de una movilización que rompió todos los pronósticos, recurrieron al llanto fácil y a acusaciones sin fundamento, intentando etiquetarla como un acto electoral anticipado. Pero lo verdaderamente preocupante no es el ruido predecible de quienes se sintieron desbordados por esa energía ciudadana; es la reacción del órgano que debería ser garante del equilibrio democrático.
La intimación emitida por la Junta Central Electoral no solo sorprende: contradice de frente el espíritu constitucional que rige las libertades públicas en la República Dominicana. El artículo 48 de la Constitución consagra el derecho a reunirse pacíficamente sin permiso previo; el artículo 49 protege la libertad de expresión en todas sus manifestaciones; y el artículo 68 impone al Estado la obligación de garantizar estos derechos, no de reinterpretarlos caprichosamente para asfixiar la protesta. Las marchas, concentraciones y movilizaciones pacíficas forman parte del patrimonio democrático del país: son derechos, no concesiones.
Además, pretender —como insinúa la JCE— que la Marcha del Pueblo constituye propaganda electoral anticipada es una distorsión jurídica insostenible. El artículo 162 de la Ley 20-23 define la campaña anticipada exclusivamente como la captación explícita del voto. Nada de eso ocurrió en la marcha. Reclamar la indexación salarial, protestar por los apagones, denunciar el alto costo de la vida y otros asuntos que perjudican al pueblo no es pedir el voto: es ejercer ciudadanía. Y el artículo 25 de la Ley 33-18 lo reafirma: los partidos pueden participar en actividades públicas y expresar posiciones políticas fuera del período de campaña siempre que no exista solicitud expresa de voto. Así de claro.
La marcha del domingo fue un acto de civismo extraordinario: masiva, organizada, creativa, pacífica, artística y profundamente social. Desde los elementos teatrales hasta los recursos culturales que acompañaron el recorrido, todo evidenció una ciudadanía viva, consciente y responsable. Que un órgano electoral responda a eso con advertencias de sanción no solo es jurídicamente débil, sino políticamente grave. La JCE corre el riesgo de erosionar su propio carácter arbitral, proyectando un mensaje de intimidación impropio del Estado social y democrático de derecho que proclama el artículo 7 de la Constitución.
Y es aquí donde entra la verdad cruda de los hechos.
La marcha del pueblo desató un caos en el gallinero oficialista. Los enemigos de la Fuerza del Pueblo no han parado de llorar, inventar relatos y retorcer la realidad para minimizar una movilización que les pasó por encima como un río crecido. Que el Gobierno patalee es normal; lo que no es normal —ni aceptable— es que la JCE se preste para ese juego.
La intimación de la JCE es un acto político disfrazado de advertencia legal. Es un intento burdo de intimidar a un partido que acaba de demostrar que la calle sigue siendo del pueblo y no del poder. La Constitución es contundente: protestar es un derecho, no un privilegio. Por eso resulta ofensivo que se trate de criminalizar una marcha social, cultural y pacífica con el pretexto de una supuesta campaña anticipada.
El país lo sabe: reclamar derechos sociales no es proselitismo, y defender el bolsillo del pueblo no es pedir el voto. Confundir eso es un error jurídico monumental o, peor aún, una maniobra política encubierta. Y cuando un órgano electoral empieza a perseguir marchas pacíficas, el país se acerca a un peligroso terreno donde la democracia se convierte en decorado y el miedo en método.
La movilización del domingo fue legítima, masiva, organizada y ejemplar. Lo que parece político —y profundamente preocupante— es la reacción de quienes no toleran una ciudadanía activa. La calle habló. Y la JCE, en lugar de celebrar la vitalidad democrática, respondió con un amago de censura.
Por eso, hoy más que nunca, conviene recordar lo esencial: Protestar no es delito. Reivindicar derechos no es campaña. Y la calle no pertenece ni al Gobierno ni a ninguna junta: LA CALLE PERTENECE AL PUEBLO.
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