El siglo XIX en la República Dominicana fue un período de formación nacional caracterizado por una inestabilidad política casi perpetua. El desarrollo de su sistema médico no fue una progresión lineal, sino un proceso fragmentado, profundamente moldeado por las guerras, ocupaciones y revoluciones que definieron la era. El panorama médico fue un reflejo directo de este caos nacional, un campo donde las aspiraciones de modernidad chocaban constantemente con la dura realidad de la escasez de recursos y la falta de una estructura estatal cohesiva.

La República Dominicana entró en el siglo XIX con una infraestructura médica heredada de la era colonial que se encontraba en un estado de franco deterioro. El que fuera el prominente Hospital de San Andrés ya había colapsado, dejando únicamente al Hospital Militar de San Nicolás de Bari como proveedor de servicios limitados y precarios. La situación se agravó aún más cuando un terremoto destruyó el Hospital San Nicolás, sumiendo la capacidad de atención institucional en una crisis profunda. Este punto de partida, caracterizado por la ruina institucional, estableció una base extremadamente baja para el desarrollo de la atención sanitaria a lo largo de las décadas siguientes.

Durante los períodos de la Unificación Haitiana (1822-1844) y la subsiguiente Primera República, el país carecía por completo de un sistema de salud organizado y centralizado. La gestión sanitaria era fundamentalmente reactiva, y la principal preocupación de las autoridades se limitaba a responder a las devastadoras epidemias de viruela y cólera que amenazaban periódicamente a la población. No existía una política de salud pública proactiva ni una estructura estatal dedicada a la prevención o a la atención médica regular.

En este vacío de poder central, la responsabilidad de la salud pública recayó casi en su totalidad en los municipios. La Ley de Ayuntamientos de 1845 formalizó esta delegación de funciones, encargando a los gobiernos locales la "política de sanidad y limpieza", la vigilancia de los mercados y, de manera crucial, la "propagación y conservación del fluido vacuno" para la prevención de epidemias. Esta legislación, aunque demostraba una conciencia de los principios básicos de la salud pública probablemente heredados de los marcos legales coloniales españoles, ponía una carga inmensa sobre entidades locales con recursos muy limitados.

La epidemia de viruela que estalló en Santo Domingo en diciembre de 1843 sirve como una ilustración perfecta de las debilidades sistémicas de la época. La respuesta inicial consistió en establecer una casa de aislamiento en las afueras de la ciudad. Sin embargo, la medida más crítica, la vacunación, era imposible de implementar. No había vacuna disponible en el país, y tuvo que ser solicitada a la isla de Curazao, desde donde fue transportada en mayo de 1844. Este hecho es revelador: la nación soberana dependía por completo de un recurso extranjero para una intervención de salud pública fundamental. A pesar de los esfuerzos de médicos locales como el Dr. Juan Bernal, director del Hospital Militar, y sus colegas, la población estaba reacia a vacunarse.

En la primera mitad del siglo, la principal "influencia extranjera" fue, paradójicamente, una de ausencia y dependencia. La retirada de un estado colonial fuerte dejó un vacío en la salud pública que la joven república no pudo llenar. La influencia no provino de la imposición activa de un sistema foráneo, sino de la cruda realidad de que la nación era incapaz de producir o almacenar suministros médicos esenciales. Esta relación con el exterior no se basaba en la adopción de teorías complejas, sino en una necesidad básica de vida o muerte por recursos. Este estado de precariedad endémica es el contexto esencial que hace que las intervenciones más activas y estructuradas de España y Francia en décadas posteriores fueran tan significativas.

Herbert Stern

Médico, Oftalmólogo

Médico oftalmólogo, que ha escrito la más completa enciclopedia de la medicina dominicana.

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