“Las palabras no son inocentes ni inútiles. A veces se convierten en cuchillos, y otras veces, en puentes.” — James Baldwin
Las palabras siempre dicen más de lo que se propone. En ellas se filtra el carácter, la intención y la forma en que el poder se comprende a sí mismo. Cada gesto y cada tono terminan por revelar la relación más íntima entre quien gobierna y el sentido de lo que comunica.
En La Semanal del pasado 6 de octubre no solo se abordó la deuda pública; también, quizás sin proponérselo, se habló del estado emocional de un gobierno. El lenguaje empleado dejó entrever la vulnerabilidad de un liderazgo que responde más a la reacción que a la reflexión.
Ese lunes 6 en la mañana, el Partido de la Liberación Dominicana presentó preocupaciones legítimas en una rueda de prensa, sustentadas en datos oficiales: el aumento de la morosidad bancaria, la reducción del crédito al sector productivo, el crecimiento de la deuda pública junto a una baja inversión y la pérdida del poder adquisitivo de las familias. En lugar de responder con precisión técnica o con argumentos que aportaran claridad, el primer mandatario optó por un tono defensivo, marcado por la negación y la comparación constante, una reacción habitual en el gobierno.
La palabra presidencial dejó de orientar y se convirtió en un instrumento de polarización
Durante su intervención, el presidente afirmó textualmente que “las mentiras no llegan muy lejos”, que “el 80 % de la deuda que hemos tomado es para pagar la de ellos” y que “fuimos el único gobierno que redujo la deuda”. Sin embargo, ninguna de esas afirmaciones se corresponde con la realidad. Los informes del Banco Central y de la Dirección General de Crédito Público evidencian que la deuda del sector público no financiero ha aumentado tanto en términos absolutos como relativos. Los nuevos financiamientos han permitido amortizar parte de las obligaciones previas; pero mayoritariamente han servido para cubrir déficits fiscales crecientes y un gasto corriente cada vez mayor, un dato que contradice el relato gubernamental y erosiona la confianza en la palabra oficial. De cada 100 dólares de endeudamiento contratado por el gobierno actual, más de 55 han ido a cubrir el gasto generado por su administración.
Los boletines de la Superintendencia de Bancos también confirman que la morosidad ha aumentado, especialmente en el crédito al consumo de los sectores más vulnerables. Frente a esas evidencias, la reacción no fue técnica, sino emocional. Y a ese nivel, las emociones mal administradas no generan confianza: la deterioran.
Analizando esas palabras pronunciadas, podemos ver que en cuatro afirmaciones se condensan los mecanismos más visibles de la comunicación gubernamental: la excusa, la culpa, la búsqueda de validación y el moralismo discursivo. Cuando el presidente afirmó que “las mentiras no llegan muy lejos”, no respondió a un cuestionamiento: trasladó el debate del terreno de los hechos al de la moral, mientras elude, con esa retórica, las evidencias que lo contradicen.
Al decir que “el 80 % de la deuda que hemos tomado es para pagar la de ellos”, desplazó la responsabilidad al pasado y convirtió la culpa en su principal argumento, evitando así rendir cuentas de las causas actuales del endeudamiento. Y al sostener que “fuimos el único gobierno que redujo la deuda”, se justificó buscando una validación competitiva, apelando a una superioridad inexistente pues no se sustenta en datos.
Excusa, culpa, validación y moralismo discursivo: cuatro recursos distintos que, en lugar de aclarar, evidencian la dificultad de las autoridades para sustentar sus decisiones con propuestas concretas. Así, el poder se refugia en la confrontación reactiva, una práctica que no aporta soluciones, sino que fragmenta la confianza ciudadana y desvía la atención de los verdaderos problemas nacionales.
Ese mismo patrón se reflejó en el tono presidencial, que fue más de réplica que de rendición de cuentas, reforzado por la lectura desde un celular. En ese momento, la palabra del jefe de Estado dejó de cumplir su función esencial —explicar y orientar— para adoptar el tono de una defensa política. En lugar de ofrecer soluciones, mantiene una narrativa de confrontación destinada a justificar la falta de resultados. Ese uso del conflicto como recurso político no fortalece ni al gobierno ni al país.
Esa pérdida de equilibrio es significativa. Cuando el poder reacciona con tensión ante la crítica, la transparencia se convierte en espectáculo y el diálogo en monólogo, cuando la ciudadanía necesita entender qué medidas se adoptarán para proteger su economía, su crédito y su bienestar. Y mientras el gobierno dedica su energía a negar en lugar de explicar, las familias enfrentan tasas de interés altas, restricciones para acceder al crédito y precios que crecen más rápido que sus ingresos.
La contradicción entre la palabra y los hechos tiene consecuencias más profundas que una simple disputa política. Cuando el jefe de Estado pronuncia datos que no se sostienen, la grieta no se abre solo entre el gobierno y la oposición, sino entre el poder y la verdad. La palabra presidencial deja de orientar y se transforma en un instrumento de polarización. Y cuando eso ocurre, el daño es doble: se erosiona la credibilidad del gobierno y se desgasta la confianza del país en sus instituciones.
Las emociones mal administradas desde el poder erosionan la confianza ciudadana y debilitan la institucionalidad democrática
Aspiramos a un liderazgo que demuestre madurez. La humildad discursiva, esa que reconoce matices, admite errores y da espacio a la crítica, es fortaleza. Desde la Presidencia, en lugar de construir puentes con la verdad, sus palabras se han vuelto cuchillos que cortan la distancia simbólica que debería resguardar la autoridad del Estado.
Al final, lo que quedó de aquel encuentro fue una sensación: la de un poder que, al intentar defenderse, se expuso. Porque las palabras, como escribió James Baldwin, nunca son inocentes. Y cuando se pronuncian sin verdad ni medida, dejan de construir autoridad para simplemente desnudarla.
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