El activismo de los colaboradores (employee activism) ha dejado de ser una preocupación marginal para convertirse en un factor crítico de riesgo y gobernanza corporativa. En la era digital, donde la voz individual encuentra una resonancia global instantánea, la coherencia ética de una empresa se audita no solo en el salón de reuniones, sino también en la esfera pública.
Este fenómeno obliga a las empresas a replantearse si sus canales internos son realmente refugios seguros para la denuncia o si, por el contrario, están empujando a sus talentos a buscar justicia en las redes sociales, convirtiendo lo que antes habría sido una simple renuncia silenciosa en una protesta organizada y pública.
El ejemplo más emblemático de esta nueva dinámica es la huelga de Google en 2018. Más de 20,000 empleados de la tecnológica en todo el mundo se retiraron de sus puestos de trabajo. El detonante no fue una disputa salarial o de beneficios, sino el manejo corporativo de las denuncias de acoso sexual y las generosas indemnizaciones otorgadas a ejecutivos acusados de mala conducta.
Esta protesta masiva puso de relieve varios puntos cruciales: Los empleados recurrieron a una huelga global motivados por la ineficacia percibida del canal interno, pues sentían que los mecanismos de compliance no eran imparciales ni eficaces para proteger a las víctimas o penalizar a los infractores de alto nivel.
Paralelamente, el rápido avance y la organización de la manifestación demostraron el inmenso poder de la movilización digital, convirtiendo la insatisfacción generalizada en una acción colectiva y contundente. El resultado inmediato fue un impacto reputacional devastador con titulares que dañaron la marca de empleador de Google y la expusieron a un intenso escrutinio regulatorio, lo que finalmente forzó a la compañía a cambiar sus políticas de arbitraje forzoso para todas las reclamaciones de los empleados.
El mensaje es claro: si la empresa no maneja sus problemas de forma interna con justicia y transparencia, los empleados lo harán público. Es por esto por lo que, para mitigar el riesgo de que las preocupaciones internas escalen a una crisis pública, los líderes deben centrarse en la gobernanza preventiva y la cultura de la escucha, lo cual se logra fortaleciendo primero la infraestructura de denuncia y compliance.
El ejemplo más emblemático de esta nueva dinámica es la huelga de Google en 2018. Más de 20,000 empleados de la tecnológica en todo el mundo se retiraron de sus puestos de trabajo.
Un canal de denuncia efectivo debe ante todo garantizar la confidencialidad y el anonimato, asegurando la protección total contra las represalias para que los empleados sepan, sin lugar a duda, que denunciar no resultará en un despido, acoso o degradación.
En segundo lugar, es vital liderar con autenticidad y coherencia, asegurando que las políticas internas y las decisiones estratégicas se alinean con los valores que la empresa declara públicamente; además de entrenar a los gerentes para escuchar, validar las preocupaciones y saber exactamente cómo escalar los problemas de manera sensible, sin reprimir las quejas legítimas.
Finalmente, la estrategia debe ser cultivar una cultura de escucha proactiva. Esto se materializa a través de mecanismos de feedback continuo, implementando encuestas de pulso regulares, town halls con preguntas anónimas y grupos focales para medir el sentimiento de los colaboradores y detectar puntos de fricción antes de que puedan explotar.
La mejor defensa contra una crisis pública es una cultura interna de justicia y un liderazgo que no solo la promueva, sino que también predique con el ejemplo.
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