La gente no evade por naturaleza. Lo hace cuando percibe que el sistema fiscal no le devuelve justicia ni coherencia. En República Dominicana, el Estado exige puntualidad, disciplina y sacrificio al contribuyente, pero no aplica esos mismos principios sobre sí mismo. De ahí nace la desconfianza que justifica la evasión moral, antes que la económica.
Uno de los ejemplos más absurdos es el de la mora tributaria. Si un contribuyente no paga un impuesto hoy y lo hace mañana, paga el mismo recargo que si se atrasara treinta días. No hay proporcionalidad ni sentido de equidad. Se castiga igual al que comete un descuido que al que decide incumplir. Esa rigidez injusta no educa ni corrige: solo genera rechazo.
Nuestro sistema tributario parece diseñado para castigar al que cumple y negociar con el que incumple. Mientras los pequeños y medianos empresarios viven bajo la amenaza constante de sanciones, cierres y notificaciones, los grandes deudores logran facilidades, condonaciones o acuerdos especiales. El rigor no es el problema; la selectividad sí.
Además, la administración tributaria cobra intereses altos cuando el contribuyente se retrasa, pero no devuelve con la misma agilidad cuando es ella la que se demora en procesar créditos fiscales o devoluciones legítimas. Esa doble vara erosiona la confianza ciudadana y transmite el mensaje equivocado, el Estado puede fallar, pero el ciudadano no.
¿Cómo pedir sacrificio fiscal a una población que observa despilfarro, nóminas abultadas y compras innecesarias en el gasto público? La coherencia tributaria comienza con el ejemplo. No se puede predicar austeridad al contribuyente mientras el propio Estado actúa con opulencia o indiferencia frente al uso de los recursos públicos.
Esta realidad ha generado una resistencia fiscal silenciosa. No es una rebelión abierta, pero sí un sentimiento colectivo de que “no vale la pena cumplir” si el cumplimiento solo sirve para sostener privilegios. Y ese sentimiento, más que la evasión misma, destruye el contrato moral entre el ciudadano y el Estado.
Algunos lectores me han dicho: “Esa barbarie justifica que todos busquen evadir pagar impuestos”. No aplaudo la evasión, pero entiendo la frustración. La evasión no nace en los contribuyentes, nace en la incoherencia del sistema. Mientras no exista una política fiscal que trate con respeto al que cumple, el incumplimiento seguirá siendo una forma de protesta silenciosa.
El Estado debe entender que la legitimidad de su autoridad tributaria depende de su autoridad moral. No se puede exigir lo que no se practica. Cuando el Estado retrasa pagos a suplidores, incumple contratos o administra fondos con ligereza, pierde el derecho ético de reclamar puntualidad absoluta a los demás.
Lo más preocupante es el silencio de los economistas, contadores y líderes cívicos frente a estas distorsiones. Hemos permitido que el debate tributario sea solo técnico, cuando también debería ser ético. Urge una voz colectiva que reclame proporcionalidad, equidad y transparencia en cada decisión fiscal.
Una verdadera reforma fiscal no empieza con más impuestos, sino con más coherencia. No se trata solo de recaudar más, sino de construir confianza. Y la confianza no se impone, se gana. El Estado debe ganársela mostrando disciplina, transparencia y reciprocidad hacia los ciudadanos que sostienen su estructura.
Porque el verdadero problema no es que la gente no quiera pagar impuestos. Es que el sistema hace todo lo posible para que no sientan que vale la pena hacerlo.
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