A partir de un video que recibí hablando de los vehículos eléctricos que desde antes del año 1940 ya existían, me llamó la atención y me puse a investigar y estos fueron los hallazgos: la movilidad eléctrica no es un invento moderno, sino una tecnología desarrollada mucho antes que los motores de combustión, y que llegó a dominar el mercado urbano en las principales ciudades del mundo en las primeras décadas del siglo pasado.
A principios del siglo XX, en ciudades como Nueva York, Londres y París circulaban taxis y autobuses completamente eléctricos, con estaciones de intercambio rápido de baterías que funcionaban con la misma lógica de eficiencia que hoy muestran empresas como Tesla o NIO. Los vehículos entraban, se cambiaba el paquete de batería cargado y salían nuevamente a ruta en menos de cinco minutos.
La movilidad eléctrica de aquella época no fue una curiosidad tecnológica: fue un modelo de negocio rentable, silencioso, limpio y con costos operativos inferiores a los vehículos de gasolina. De hecho, en 1900 más del 30% de los vehículos en circulación en Estados Unidos eran eléctricos, frente a los pocos motores de combustión que aún luchaban con fallas mecánicas y arranques manuales complejos.
La pregunta, entonces, no es cuándo aparecieron los vehículos eléctricos, sino por qué desaparecieron. Y la respuesta no está en la ingeniería, sino en la economía y el poder, la irrupción del petróleo barato en Texas y la consolidación del lobby energético encabezado por Standard Oil redefinieron el rumbo de la industria automotriz mundial.
Detrás del auge del motor de combustión hubo una estrategia clara, crear dependencia del combustible fósil. La electricidad podía generarse localmente y de forma barata, mientras que el petróleo obligaba a un ciclo económico permanente, extraer, refinar, transportar y vender. Ese modelo garantizaba ganancias sin límite y un mercado cautivo.
A partir de 1920, grandes corporaciones vinculadas al petróleo fueron comprando o desmontando sistemas eléctricos urbanos, incluyendo tranvías y autobuses, para sustituirlos por motores de combustión. No se trató de una evolución natural, sino de una sustitución deliberada de un modelo limpio por uno contaminante, pero altamente rentable para unos pocos.
También influyó el control narrativo, se hizo creer que los vehículos eléctricos no servían o no tenían futuro, cuando en realidad el verdadero obstáculo era que no generaban dependencia económica.
La industria petrolera necesitaba consumidores cautivos, no ciudadanos energéticamente libres.
Hoy, más de cien años después, asistimos a lo que los expertos llaman “el retorno del eléctrico”, pero bajo un esquema controlado, con precios elevados y con corporaciones que mantienen el monopolio del acceso a la energía. La misma tecnología que era masiva y accesible en 1920, hoy se vende como un lujo futurista.
Por eso persiste la duda: ¿por qué no se rescata aquel modelo de batería intercambiable, económico y accesible? Porque el negocio actual no es fabricar vehículos eficientes, sino sostener una transición lenta y costosa donde el consumidor sigue financiando la estructura corporativa, ahora bajo el discurso verde.
El problema nunca ha sido la tecnología, sino quién controla la energía. Mientras la electricidad dependa de infraestructura privada, la movilidad seguirá siendo un privilegio y no un derecho. La historia demuestra que cuando la electricidad fue accesible, el sistema la hizo desaparecer.
Lo más revelador de esta investigación es descubrir que no estamos ante la supuesta “revolución del siglo XXI”, sino ante un regreso forzado a un futuro que ya existía y que fue borrado por conveniencia económica.
Y ahora, igual que entonces, el ciudadano sigue pagando la factura de decisiones corporativas disfrazadas de avance tecnológico, mientras la transición energética se administra para conservar el mismo modelo de dependencia que nació hace cien años.
Mi reflexión final.
La historia demuestra que el verdadero impedimento nunca fue la falta de tecnología, sino el interés de unos pocos en controlar la energía y someter al ciudadano a un modelo de dependencia que beneficia únicamente a los conglomerados petroleros y a los nuevos monopolios “verdes”.
¿Habremos retrocedido cien años disfrazando el atraso de “progreso”, o simplemente nunca nos dejaron avanzar?
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