La frontera es una paradoja. En los mapas aparece como una línea delgada, exacta, bien dibujada y que se ha movido de lugar en el trancurso de la historia; en la vida real es un espacio ancho, irregular, cargado de historias, tensiones y afectos. De niña, cuando cruzaba en tren o en coche de un país a otro en Europa, esa línea imaginaria se volvía un espectáculo: aduaneros con uniformes distintos, pasaportes revisados con gesto solemne, cambios bruscos de idioma y carteles. Era un umbral invisible pero certero: detrás de él comenzaba “otro mundo”.
Con los aeropuertos, la frontera se transformó. Ya no era paisaje ni estación ferroviaria: era una ventanilla dentro de un edificio. La sala de espera internacional se convirtió en una suerte de limbo jurídico, ni dentro ni fuera. Lo que antes era visible y tangible, se volvió trámite y sello. Y con los cambios geopolíticos —la Unión Europea, Schengen—, muchas de esas fronteras que fascinaban se borraron de la experiencia cotidiana.
Sin embargo, las fronteras físicas siguen siendo lugares de encuentro. Allí donde dos países se tocan, florece una vida transfronteriza: mercados donde se comercia en dos monedas, familias que se dividen por un río y lo cruzan cada día, lenguas que se mezclan en un mismo acento, fiestas que no entienden de aduanas. La frontera es corte y a la vez costura: separa soberanías, pero también teje comunidades.
Pero la frontera es también lucha y control. Se convierte en escenario de conflictos, en tierra disputada, en pretexto para levantar muros, para instalar alambradas, para desplegar soldados que vigilan y filtran. Allí donde la gente cruza para trabajar, para comerciar o para ver a la familia, el Estado ve un riesgo y responde con militarización.
La frontera domínico–haitiana es un ejemplo vivo de estas tensiones. A lo largo de esa línea que corta la isla en dos, se desarrolla una vida intensa de intercambio: haitianos que cruzan para trabajar en los mercados y la agricultura, dominicanos que van a comprar productos más baratos, comunidades que viven a caballo entre dos lenguas y dos culturas. Y, al mismo tiempo, esa frontera está cargada de recelos históricos, de prejuicios, de desigualdades. La militarización la convierte en un espacio vigilado, donde la movilidad es sospechosa y el contacto humano se controla como si fuese amenaza.
Las consecuencias son dolorosas cuando la frontera deja de ser solo control y se convierte en mecanismo de exclusión. Miles de dominicanos de ascendencia haitiana —nacidos en territorio dominicano, que nunca conocieron el país de sus padres o abuelos— han sido declarados “extranjeros” en su propio lugar de nacimiento. Deportados a Haití, llegan a un país que no les pertenece, donde no hablan la lengua, donde no tienen raíces, y se encuentran desorientados, extranjeros dos veces: rechazados por la tierra en la que nacieron y desconocidos en la tierra que se les asigna como “propia”.
Ahí la frontera deja de ser encanto infantil, tránsito curioso, espacio de encuentro. Se convierte en una herida abierta, en vidas desgarradas, en un recordatorio de cómo una línea abstracta en un mapa puede modelar, y hasta destruir, vidas humanas.
Quizás por eso las fronteras fascinan tanto: porque son contradicciones vivientes. Son promesas de alteridad y territorios de convivencia, pero también espacios de exclusión y de lucha. El encanto de cruzarlas de niña se ha desdibujado, pero la experiencia de la frontera sigue siendo clave para entender cómo nos relacionamos con “el otro”: a veces con hospitalidad, a veces con miedo, a veces con violencia. Y siempre con la certeza de que esa línea, invisible y poderosa, nos marca más de lo que creemos.
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