“La esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido.” -Vaclav Havel-

Esa certeza ilumina lo que viene a recordarnos el Adviento. El Adviento llega siempre en esos días en que uno anda acelerado sin darse cuenta. No tiene que ver con el calendario, sino con la forma en que este tiempo —quieto, casi suave— termina empujando a uno a mirar hacia dentro. Y ahora que la brisa navideña empieza a colarse, vuelve esa idea que uno quisiera retener más tiempo: la esperanza no es una emoción de paso; es, más bien, una manera de poner orden donde a veces solo hay ruido.

Vivimos en un país que corre, y no siempre sabe por qué. La prisa, el bullicio, la impaciencia… todo eso se volvió costumbre. La gente quiere respuestas ya, incluso para problemas que llevan años formándose. Y claro, cuando se pierde la capacidad de esperar, el país entero se mueve como quien va esquivando baches sin mirar la carretera. De ahí a la improvisación, hay un solo paso.

Ahí el Adviento deja de ser un rito bonito y se vuelve, casi sin decirlo, una escuela.

Esperar bien implica tener los ojos atentos y reconocer qué toca ahora, en lugar de cruzarse de brazos o ignorar lo concreto. Esperar bien es tener los ojos atentos, reconocer qué toca ahora y qué puede esperar. El Evangelio lo dice seco y directo: “Estén despiertos”. Para evitar meternos miedo, debemos vivir despiertos.

Esa claridad hace falta también del otro lado del mostrador público. Uno que trabaja en el Estado lo vive todos los días: la esperanza no sirve para excusarse, sirve para ordenar prioridades y no dejarse arrastrar por el grito del momento. Porque entre la urgencia de la calle y la responsabilidad de hacer las cosas bien, siempre habrá tensión. Esa tensión se administra con método, no con impulsos.

Pero esa esperanza tiene su raíz en cosas nimias, casi domésticas.

Una familia que aprende a esperar: la madre que estira el presupuesto, el padre que se sienta un rato a pensar antes de decidir, los hijos que descubren que no todo llega al ritmo que uno quisiera. Y de ese ejercicio cotidiano —medio torpe a veces— sale un temple que la prisa jamás dará.

También se ve en una institución cuando decide revisarse. No hace falta un gran remezón; a veces basta con sentarse a ver cómo se hace algo, escribir los pasos, corregir lo que siempre se hizo “así mismo”. Sin necesidad de extensos discursos, baja el caos y se respira mejor. Es increíble lo que produce un poco de orden.

Y está el ciudadano que decide poner mano en lo suyo. No hace ruido. Arregla su día. Recupera un hábito. Lee algo que tenía pendiente. O finalmente enfrenta ese asunto que venía rodando. Esas decisiones nimias —como quien acomoda un cajón— terminan moviendo más de lo que parecen.

En equipos de trabajo pasa igual. Cuando cada uno sabe lo que le toca y el grupo se pone de acuerdo en el ritmo, aparece otra atmósfera. Hay menos tensión, más confianza y, casi sin pensarlo, el trabajo fluye. No es magia. Es que la improvisación cansa.

Como país, ya nos tocó aprender que lo que vale no nace del arrebato, sino de procesos que casi nadie ve. Son esas cosas criollas y silenciosas —que no salen en portadas— las que sostienen instituciones, comunidades y familias. El Adviento nos recuerda eso: que el futuro no se arma a la carrera ni a golpe de ocurrencias. Se madura.

Por eso la frase de san Pablo —“la esperanza no defrauda”— tiene peso. No es para adornar homilías. Es porque la esperanza exige trabajo, vigilancia interior y responsabilidad afuera. Y nos recuerda cuidar lo logrado… y empujar lo que falta, aunque a veces cueste más de la cuenta.

Como nación, hace falta más voces que hablen de ese tipo de esperanza que despierta, que empuja a servir, que obliga a mirar más lejos sin inventarse fantasías. Una esperanza que sabe en lo que cree, pero también sabe lo que cuesta.

Por eso, al empezar este tiempo, la invitación no tiene mucha vuelta: esperar, pero haciendo; confiar, pero trabajando; soñar, pero construyendo. Desde la casa, la escuela, la oficina o la comunidad, siempre hay espacio para encender una luz —aunque sea mínima— que rompa el pesimismo y abra espacio a algo más humano.

El Adviento no llega a entretener nuestra fe. Llega a sacudirla un poco más…, hasta el zarandeo fino. A recordarnos que la esperanza no se declara: se practica. Y que un país que aprende a esperar bien —sin escándalo, con cuidado y con sentido de responsabilidad— casi sin darse cuenta empieza a vivir mejor.

Matías Benjamín Reynoso Vizcaíno

Educador

Matías Reynoso Vizcaíno, abogado, educador y pastor evangélico. Iglesia El Multiplicador / Tácticas Legales E-17, oficina de abogados.

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