En esta Semana Santa, me permito una pausa. No para evadirme, sino para mirar desde adentro. No como quien huye del mundo, sino como quien necesita sumergirse en sí para poder servir y sembrar mejor. Como quien necesita renovar el compromiso con la fe. Una fe entendida como acto de ternura, como susurro que empuja hacia lo imposible y la transformación vital.
Escribir y pensar es, para mí, una experiencia fascinante. No es solo una práctica intelectual, sino una forma de habitar el mundo, de interpretarlo, de transformarlo. Pensar y escribir son actos que me atraviesan por completo, que surgen desde lo más profundo de mi ser, desde ese lugar donde confluyen las heridas, las lecturas, la fe, las contradicciones y la esperanza. Por eso, no puedo pensar ni escribir desde la distancia, sino desde adentro.
Para eso es necesario vivir el mundo de una manera holística. No basta con acumular datos, ni repetir ideas prestadas. Se necesita tocar la realidad, olerla, sufrirla, celebrarla. Escuchar con atención, leer con hambre, meditar con calma. Es esa actitud integral la que nutre el pensamiento. Esa apertura nos lleva a construir una base cultural que sirve no como ornamento o arqueología mental, sino como sustancia. Se necesita la filosofía para acercarnos a las preguntas fundamentales del mundo y la vida; la literatura para palpar la belleza y el drama de lo humano; la antropología para descubrir la diversidad de los sentidos y los símbolos, la fuerza de lo evolutivo; la historia para entender que todo presente está lleno de pasados no resueltos y de contradicciones como fuerza que mueve lo humano.
Leer y repensar la teología de la liberación ha sido clave en mi caminar. Me ha permitido conectar mi fe cristiana con los gritos de los excluidos, con los cuerpos crucificados de hoy, con los clamores de justicia que atraviesan la tierra. Entender la perspectiva de Jesús de Nazareth desde una mirada crítica —no domesticada, no neutral— ha sido vital para mí y otros muchos. Jesús no fue un guía espiritual encerrado en templos, sino el Enviado que cuestionó las estructuras de poder y creó esperanza para los oprimidos. Su palabra no fue solo consuelo, fue subversión, ternura y juicio, fue encarnación del Reino en medio del conflicto. Y su cruz sigue doliendo hoy en cada esquina del planeta. La crucifixión de Jesús más que reafirmación del dolor, es un abrazo a la esperanza.
También ha sido fundamental el estudio del marxismo. Lejos de fanatismos ideológicos, me ha brindado herramientas para interpretar las estructuras de poder, las relaciones de clase, los mecanismos de dominación cultural. Leer a Marx y luego a Gramsci fue comprender que la transformación no empieza solo por la economía, sino también toca la conciencia, la cultura, por los símbolos que sostienen los privilegios, pero también los que unifican y liberan. Pero no quise quedarme ahí.
Atreverse a escribir en una sociedad que desprecia el pensamiento crítico, que valora más la acumulación que la contemplación, es un acto de resistencia.
La lectura del marxismo, combinada con la teología crítica, me ayudó a integrar la lucha por la justicia con la compasión cristiana, la razón con el amor, el análisis estructural con la espiritualidad encarnada. El marxismo me ha servido para trascender su propia perspectiva y mirada del mundo. Para hacer ruptura con lo dogmático y los pensamientos anquilosados.
Por eso mi compromiso nace desde una visión crítica del poder político que daña y corrompe. Del cuestionamiento a aquellas consignas vacías convertidas en dogmas anacrónicos. Es el compromiso con en el poder transformador de la democracia, en la dignidad del ser humano, del bienestar como derecho y no como dádiva. Una visión que no renuncia a la espiritualidad, sino que la reinterpreta como fuego interior, como energía para la construcción del buen vivir para todos y todas.
En este camino me han acompañado voces que me han marcado. Mario Benedetti, con su ternura militante, con su poesía cotidiana que es a la vez abrazo y denuncia. Pablo Neruda, con su pasión terrestre, su canto a los pueblos, su poesía que mezcla la sensualidad con la rebeldía. Leonardo Boff, con su teología que huele a tierra, que baja del cielo para encontrarse con los pobres, que convierte la fe en compromiso ecológico, ético, humano. Antonio Gramsci, con su mirada lúcida sobre la cultura como campo de batalla, sobre la necesidad de construir nuevas hegemonías desde abajo, desde el sentido común de los pueblos.
Viajar por distintos países, conocer otras culturas, dialogar con otras formas de pensar y de vivir, ha sido parte esencial de este proceso. Pero fue en los barrios, en los márgenes de mi propio país, donde encontré la verdad más honda, la dignidad no se enseña desde arriba, se descubre desde abajo. Ahí, donde la vida resiste, donde la injusticia se vuelve cotidiana y el amor es más generoso porque no sobra nada.
Desde lo terrenal se redescubre que todo ser humano es portador de la imagen de Dios (Imago Dei) y, por tanto, posee un valor intrínseco que no depende de su condición social, económica, cultural o religiosa. Reconocer esta verdad implica mirar al otro no como un medio, sino como un fin en sí mismo, digno de respeto, cuidado y justicia. En un mundo que muchas veces deshumaniza y descarta, afirmar la Imago Dei en cada persona es un acto de resistencia ética y espiritual, una forma de construir relaciones basadas en la dignidad, la compasión y la fraternidad.
La vida humana se debate constantemente en el entrecruce de las utopías y el desgarro de lo real. Escribir desde ahí, desde esa tensión permanente entre lo que soñamos y lo que enfrentamos, ha sido para mí una forma de vivir. Vivimos atrapados entre el impulso de Sísifo, que sube la piedra con esperanza, y la crudeza de una historia que muchas veces parece repetirse sin redención. Pero es precisamente en ese cruce donde brota la autenticidad; allí donde la esperanza no niega el dolor, sino que lo abraza para transformarlo.
Mi pasión por la escritura nace de ese lugar. Del deseo de encontrar sentido en medio del caos. Estar guiado por una intuición profunda, por una receptividad a lo imprevisto que nos enseña a no forzar el camino, sino a escucharlo. He aprendido que la disciplina sin pasión se vuelve esclavitud, y que la pasión sin dirección se dispersa. Por eso intento vivir en el equilibrio. Con un propósito claro, pero con los brazos abiertos a lo inesperado, porque en lo accidental también habita la gracia.
Atreverse a escribir en una sociedad que desprecia el pensamiento crítico, que valora más la acumulación que la contemplación, es un acto de resistencia. En un entorno donde la censura, la educación deficiente y el desinterés por la lectura se conjugan para ahogar la reflexión, cada palabra escrita es un gesto de libertad. La escritura, para mí, no es solo una forma de comunicación, es un ejercicio liberador, una catarsis que me permite decir lo que a veces no se puede decir en voz alta. Escribir es crear un espacio donde el alma respira, donde la conciencia se afila, donde la esperanza se rehace en cada línea.
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