Durante dos décadas, la República Dominicana logró consolidar una de las trayectorias de estabilidad macroeconómica más destacadas de la región. Inflación controlada, tipo de cambio estable, crecimiento dinámico y confianza empresarial no surgieron por generación espontánea. Fueron el resultado de una combinación virtuosa entre una política monetaria técnicamente sólida y una política fiscal basada en inversión pública, infraestructura y apoyo a sectores productivos.

Ese modelo funcionó porque ambas políticas se complementaban. El gasto público tenía un claro sesgo hacia la inversión, la disciplina en el gasto corriente era razonable y existía una visión de Estado orientada al desarrollo. El Banco Central —dirigido por el mismo gobernador que hoy continúa al frente— actuaba con coherencia dentro de un marco institucional que respaldaba sus decisiones.

Sin embargo, a partir de 2020 ese equilibrio se rompió, no por razones técnicas del Banco Central, sino por el giro radical que tomó la política fiscal del PRM, orientada no hacia el crecimiento, sino hacia el gasto corriente, la publicidad, los programas clientelares y la creación de una percepción artificial de bienestar.

Desde hace varios años, el Gobierno ha reducido drásticamente la inversión pública, ha convertido obras en eternos proyectos inconclusos —verdaderos sumideros de gasto improductivo— y ha alimentado un aparato estatal cada vez más costoso y menos eficiente.

Ante la ausencia de una política fiscal procrecimiento, el Banco Central se ha visto obligado a tratar de sostener él solo la actividad económica mediante reducciones de tasa, expansiones de liquidez y flexibilizaciones monetarias. Aunque justificables en el corto plazo, estas medidas son inconsistentes con la estructura de una economía pequeña y abierta como la nuestra.

El estrechamiento del margen histórico entre la tasa de referencia del BCRD y la de la Reserva Federal no es un error del Banco Central, sino la consecuencia de su intento por compensar la ausencia de una política fiscal orientada al crecimiento.

El problema central del modelo actual es que el gasto público se ha transformado en un instrumento político y publicitario, no en un motor de desarrollo. La inversión de capital —la única capaz de elevar la productividad, generar empleos de calidad y expandir el crecimiento— ha sido relegada a un segundo plano.

Desde hace varios años, el Gobierno ha reducido drásticamente la inversión pública, ha convertido obras en eternos proyectos inconclusos —verdaderos sumideros de gasto improductivo— y ha alimentado un aparato estatal cada vez más costoso y menos eficiente.

Peor aún, las obras públicas que sí se ejecutan presentan alarmantes problemas de calidad: colapsos prematuros, vicios de construcción, sobrecostos y mantenimiento deficientes. Este deterioro no solo encarece la gestión pública; también reduce la eficiencia logística, afecta la competitividad y genera presiones indirectas sobre la inflación y el tipo de cambio.

Buena parte de la inflación reciente se origina en presiones provenientes del tipo de cambio, que a su vez responde a déficits fiscales persistentes, financiamiento creciente del gasto corriente y expectativas deterioradas. Cuando el Estado sustituye inversión por gasto corriente, el crecimiento potencial cae, y la política monetaria carece de herramientas suficientes para reactivar la economía sin comprometer la estabilidad.

La indexación salarial periódica es una reforma fiscal inteligente y urgente. En un país donde el consumo interno explica más del 80% del crecimiento, actualizar los tramos de tributación preserva el ingreso real de los trabajadores y dinamiza sectores completos sin aumentar el gasto público.

Sus beneficios son claros:

• Estimula la demanda interna.

• Fomenta la formalidad.

• No incrementa el gasto corriente.

• Mitiga la desaceleración económica.

La única salida real para el país es recuperar una política fiscal responsable, orientada a la inversión, a la calidad de la infraestructura, al capital humano y a reformas estructurales como la indexación salarial.

La estabilidad no es tarea exclusiva del Banco Central; es una obra conjunta. El país no crecerá con gasto corriente desbordado, publicidad estatal excesiva y obras mal ejecutadas. Crecerá con inversión pública de calidad, mantenimiento adecuado de la infraestructura, apoyo al sector productivo y una política fiscal moderna que acompañe —en lugar de obstaculizar— el trabajo de la autoridad monetaria.

La culpa no es del Banco Central ni de la Junta Monetaria. La culpa es de un modelo fiscal que abandonó la inversión, sacrificó la productividad y se refugió en el gasto político como sustituto del desarrollo. Si la República Dominicana aspira a recuperar el crecimiento económico y la estabilidad, debe volver a una política fiscal responsable, orientada al capital productivo, a la calidad de la infraestructura, al fortalecimiento del capital humano y a reformas como la indexación salarial.

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

Ver más