“Los datos hablaron” es una expresión recurrente si alguien quiere clausurar un debate. El supuesto es que los datos no están mediatizados por ningún discurso, cuando en realidad los mismos solo pueden hablar a través de nuestras interpretaciones.
Por ello, el debate nunca se clausura y no es casual que nuestra época, de fácil acceso a datos, estudios y evidencias científicas “claras y contundentes”, no sea ajena a la proliferación del relativismo, la confusión y la polarización.
Existen millones de personas dispuestas a creer con sinceridad en afirmaciones carentes de sustentación teórica y empírica por motivos meramente emocionales. También, existen individuos mal intencionados dispuestos a distorsionar los datos para construir un relato que sintonice con esas audiencias aprovechando el uso de las redes sociales.
No hablo de “anticientíficos” como son los antivacunas, los dinonegacionistas o los negacionistas del Holocausto. Tienen aficiones científicas, leen libros y estudios experimentales, pero los malinterpretan de manera deliberada para construir un relato al servicio de una ideología que esparcen a gran escala aprovechando la existencia de las plataformas digitales.
Por tanto, las guerras culturales digitales no se libran solo entre quienes defienden una perspectiva científica del mundo y quienes se aferran a una visión anticientífica o premoderna. En dichas batallas intervienen, con un rol protagónico, individuos que recurren a los discursos y a los estudios científicos simplificándolos hasta el punto de distorsionar los resultados o inferir conclusiones que no se derivan de ellos.
De esta manera, recurren a estudios biológicos para justificar la misoginia, sesgan datos relacionados con la inmigración para abanderar la xenofobia, simplifican los datos sociales e históricos para apoyar una ideología política, defienden como enunciados generales verdaderos afirmaciones que solo son válidas en casos particulares.
Desde el punto de vista evolutivo, nuestro cerebro tiende a la simplificación, se siente más cómodo con las soluciones simplistas que con el abordaje complejo de las situaciones problemáticas, las cuales exigen formación, entrenamiento y hábito de análisis. Todo esto, sumado a que las redes sociales priorizan nuestra gratificación antes que nuestra comprensión, fomentan un espacio público donde los líderes simplistas y sus influencers logran un mayor impacto mediático que cualquier proyecto llamado a debatir los fenómenos sociales desde un análisis auténtico.
Si a este escenario se suma el avivamiento de un discurso hostil a la lectura, a las universidades y a las humanidades, mientras se fetichiza una educación utilitarista cuya única finalidad es generar mano de obra y de consumo, no debería sorprendernos el auge internacional de los discursos simplificadores y los líderes autoritarios que los sustentan.
Compartir esta nota