Enseñar siempre será una de las más grandes oportunidades para aprender. Recientemente, tuve el privilegio de impartir la asignatura de Antropología Social y Cultural a un grupo de profesores y profesionales de la educación en la extensión de la UASD en Azua. Y, como suele suceder, fui yo quien más aprendió. La preparación de cada clase me llevó a investigar con profundidad, por responsabilidad académica y por pasión intelectual.

En ese recorrido, me encontré con temas fascinantes, como la cultura de la hospitalidad en los pueblos del desierto. Descubrí que, en medio de paisajes áridos y condiciones extremas, florecen tradiciones de acogida que no son solo actos de cortesía, sino gestos sagrados de humanidad.

Para mi sorpresa, mientras leía la encíclica Fratelli Tutti del papa Francisco me encontré con una poderosa reflexión que conecta directamente con este tema: el papa presenta al desierto no solo como un símbolo de soledad y prueba, sino también como un espacio donde puede florecer la acogida del otro, el encuentro fraterno y la solidaridad que da sentido a nuestra humanidad compartida.

Sin embargo —y aquí surge el desconcierto— ese espíritu de acogida, tan central en el mensaje cristiano, parece haberse ido enfriando o secando en muchos creyentes. Como si el desierto exterior hubiese invadido también los corazones, sustituyendo la hospitalidad por el miedo, y el encuentro por la indiferencia.

Una de las crisis de esta época, en el mundo occidental, revela Latinobarómetro, es el crecimiento de la desconfianza individual y colectiva. Una negación de la identidad intrínseca del ser humano: tener a la otra persona como fuente de afirmación y reafirmación.

Paradójicamente —según revelan diversos estudios antropológicos— son precisamente los desiertos habitados, allí donde florecen los oasis humanos, los que nos enseñan una de las virtudes más hondas: la acogida del forastero. No como un simple gesto de cortesía, sino como un acto sagrado. En esos lugares donde escasean el agua, la sombra y el pan, el ser humano ha aprendido que el otro —aunque desconocido— puede ser espejo, aliado o incluso salvación.

Diferentes investigaciones antropológicas muestran que, en estas culturas, la hospitalidad no es una opción, sino un deber vital. Jibrail S. Jabbur (1997), en su obra The Bedouins and the Desert: Aspects of Nomadic Life in the Arab East (Los beduinos y el Desierto: Aspectos de la Vida Nómada en el Oriente Árabe), documenta cómo entre los beduinos árabes el forastero es recibido con generosidad ritual: agua fresca, pan horneado en brasas, té compartido bajo la tienda. Durante tres días, nadie pregunta su nombre ni su historia, porque, como enseña un proverbio beduino, “el huésped viene de parte de Dios”. Un impresionante gesto de confianza frente al desconocido.

Un patrón similar se encuentra entre los tuaregs del Sahara, según describen Anja Fischer e Ines Kohl (2010) en Tuareg Society within a Globalized World (La sociedad tuareg en un mundo globalizado: la vida sahariana en transición). Para los tuaregs, la hospitalidad honra a la tribu y fortalece las alianzas: compartir lo poco asegura la supervivencia de todos.

Toda la tradición bíblica es una exaltación y exhortación a la hospitalidad. El capítulo 18 del Génesis narra cómo Abraham corre a recibir a tres forasteros bajo el calor de la tarde, les lava los pies y les ofrece un banquete. Esta enseñanza se refuerza en textos como Éxodo 22:21, Levítico 19:34 y Deuteronomio 10:19, que insisten en proteger y amar al extranjero como un deber sagrado.

En los desiertos de América —como el de Sonora—, los pueblos originarios, como los Tohono O’odham, practicaban la acogida, compartiendo recursos esenciales en un entorno difícil, como documentó Ruth Underhill en The Papago Indians (1936).

Este comportamiento no ha sido lineal en todas las culturas desérticas; algunas de estas no siempre respondieron con brazos abiertos. En ciertas regiones, la acogida ha estado matizada por una fuerte prudencia o, en otros casos, de franca hostilidad.

Por ejemplo, entre los banú Hilal —tribus árabes que emigraron masivamente del desierto arábigo hacia el norte de África en los siglos XI y XII—, los relatos épicos (como la Sirat Bani Hilal) describen una cultura guerrera donde los forasteros eran vistos inicialmente como amenazas potenciales. En el fondo de esta actitud se encuentra la cultura de la guerra, que tiene como fuente el odio, la lucha por el poder y el control.

En el desierto sirio, clanes como los Anaza y Shammar solo ofrecían hospitalidad a miembros de tribus conocidas, manteniendo una actitud de sospecha frente a extraños (como recogen las crónicas de Ibn Battuta y los escritos de Gertrude Bell). Los Zenatas, tribus bereberes del Sahara, también practicaban estrategias de defensa contra caravanas forasteras.

Incluso en la Biblia se refleja esta ambivalencia: junto al mandato de amar al extranjero, episodios como la reacción de los habitantes de Sodoma (Génesis 19) muestran sociedades donde el forastero era percibido como intruso y amenaza.

Esta tensión entre la acogida y la desconfianza es reinterpretada radicalmente por Jesús de Nazaret. En el Evangelio de Mateo (25, 31-46), en la escena del juicio final, Jesús se identifica con el extranjero: “Fui forastero y me hospedaron” (Mateo 25, 35). Acoger al forastero se convierte, entonces, en criterio supremo de salvación. No se trata solo de un acto ético, sino de un encuentro misterioso con el mismo Cristo escondido en el vulnerable.

Esta misma dinámica aparece en el relato de los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-35). Dos discípulos caminan entristecidos tras la muerte de Jesús y encuentran a un viajero desconocido. Movidos por la hospitalidad, lo invitan a quedarse: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya declina” (Lucas 24, 29). Solo en el gesto de compartir el pan descubren que ese forastero era el Señor resucitado. La acogida, aquí, se convierte en revelación: el rostro de Cristo se manifiesta en el extranjero acogido.

Así, en la dureza del desierto y en la historia de la fe, se forjó un equilibrio frágil entre la generosa hospitalidad y la legítima desconfianza; entre la virtud de compartir lo poco y el miedo de ser vulnerados.

Quizá por eso, el desierto —símbolo de prueba y de soledad— ha sido también la cuna de las más altas virtudes humanas y de sus más hondos temores. Porque solo en la intemperie se aprende que todo ser humano, aun sin nombre, merece un lugar donde descansar el alma… pero también que no todo caminante es portador de paz.

En este dilema de la acogida y la desconfianza legítima de los pueblos del desierto encontramos pautas para vivir y pensar las formas de relación con el inmigrante, considerado siempre como un extranjero social, económica y culturalmente diferente. La Fratelli Tutti del papa Francisco deja un camino abierto frente al extranjero: no hay fraternidad sin reconocimiento de la otra persona, sin voluntad de diálogo y sin apertura a una solidaridad que respete las diferencias y se enriquezca en ellas. La conexión intercultural no es una amenaza, sino una oportunidad para que los pueblos se complementen, se humanicen mutuamente y juntos construyan un futuro más justo y fraterno. El miedo y el individualismo narcisista y seudonacionalista no nos permiten adentrarnos en la profundidad de esta perspectiva transformadora.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

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