Este rincón oculto me recuerda que la historia de Haití no está condenada a la violencia. La paz existe, aunque escondida, y ese es quizá su mayor tesoro. Un tesoro que, si se hiciera público, correría el riesgo de desaparecer.
Aunque en otras circunstancias…si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería. En Haití —un país del que los titulares suelen hablar de balas, pandillas y miedo— existe un lugar donde la gente duerme con las puertas abiertas. Sí, abiertas. No hay rejas, no hay cerraduras reforzadas, no hay ese apuro en la mirada que se ve en casi todo el territorio.
Ese rincón secreto no aparece en los mapas turísticos ni en las crónicas internacionales. Lo conozco porque allí vive un amigo que es más que un amigo: es un hermano. Nos unen más de 30 años de amistad, visitas mutuas y una confianza tal que, en mi casa de Santo Domingo o en mi pueblo natal, él y su familia tienen llaves para entrar, aunque mi familia y yo no estemos.
Cuando le llamé y le informé de mi propósito, coincidimos sin dudar:
—Rafael, no se puede revelar el nombre de este pueblo… vendrían en manadas —me dijo.
—Tienes razón —le respondí—. ¿Ya lo habías pensado?
—Claro que sí. Abre la cámara y mira.
A través de la pantalla aparecieron calles serenas, limpias, tranquilas. Ninguna reja, puertas abiertas de par en par.
—¿Y si llega alguien sospechoso? —pregunté.
—Lo primero es que la familia no lo acepta. Y corre el riesgo de que lo echemos —respondió sin titubear.
Le pregunté por qué las calles lucen tan vacías.
—Aaah… porque la gente está en las iglesias o en sus hogares preparándose. Hoy es domingo, Rafael —dijo sonriendo.
Era como mirar otro Haití, uno que el resto del mundo no ve. Un Haití que, en plena temporada de calor, abre ventanas y puertas porque la tranquilidad lo permite.
Un oasis en medio del desierto
La escena era un contraste doloroso con la imagen habitual de Haití: un país donde el miedo dicta el ritmo de la vida, donde bandas armadas controlan barrios enteros, donde la gente vive con la puerta cerrada y la mirada inquieta.
Este rincón secreto, que me piden no nombrar, es un oasis en medio del desierto de violencia y miseria que azota a gran parte del país. Un lugar tan apartado que, como digo en broma, los únicos dominicanos que han estado allí somos mi familia, yo… y algún náufrago o accidentado aéreo.
Pero para entender la rareza de este oasis, hay que volver la vista atrás, a la historia de una nación castigada desde su nacimiento.
Haití: libertad castigada
Hace más de 200 años, Haití hizo lo imposible: una revuelta de esclavos negros que derrotó a Napoleón y creó la primera república negra libre del mundo. Lo que debió ser un faro de libertad, se convirtió en una sentencia: Francia, con el respaldo de las potencias coloniales y esclavistas de la época, impuso una deuda de independencia que hundió al país en la pobreza desde el primer día.
El siglo XX trajo otra vuelta de tuerca: la ocupación estadounidense, el control de la economía, y un sistema político moldeado a conveniencia de intereses externos. Las élites locales, más preocupadas por sus privilegios que por su pueblo, jugaron su parte en este drama. Y así, Haití ha sido una pieza en el tablero geopolítico, siempre en manos ajenas.
El Haití que podría ser
El pueblo donde se duerme con las puertas abiertas es más que una curiosidad. Es una muestra viva de que la paz no es un lujo imposible, sino una condición natural que, en la mayoría del país, ha sido arrebatada. Allí no hay disparos nocturnos ni pasos apresurados. Allí, si tocan la puerta, es para saludar.
Este rincón oculto me recuerda que la historia de Haití no está condenada a la violencia. La paz existe, aunque escondida, y ese es quizá su mayor tesoro. Un tesoro que, si se hiciera público, correría el riesgo de desaparecer.
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