En su libro Vigilar y castigar (1976, Siglo XXI), Michel Foucault narra la historia del castigo de Damien, un hombre condenado a ser despellejado y quemado con fuego de azufre ante una multitud expectante del morboso espectáculo. Este episodio forma parte de la enciclopedia del castigo como “fiesta punitiva”, como sangrienta mascarada de la moralidad.

Foucault parte del caso Damien para mostrar el proceso evolutivo del sistema institucional del castigo. Desde su perspectiva, las instituciones modernas (el Estado, las prisiones, los hospitales, las escuelas) han experimentado un proceso de refinamiento de los mecanismos disciplinarios del control y la vigilancia generando una transición de las violentas y extravagantes expresiones de la severidad punitiva a las tecnificadas formas de la regulación social.

El castigo ha sido un componente importante del proceso de domesticación humana. En su obra, La invención del bien y del mal. Una nueva historia de la humanidad (2023, Paidós), Hanno Sauer muestra la importancia del castigo en el proceso de la evolución moral. Hace medio millón de años, en la medida que los grupos humanos comenzaron a crecer, se hizo necesario la creación de mecanismos de persuasión que castigaran las acciones contrarias a la cooperación y al interés común.

Desde el punto de vista evolutivo, el castigo debía proporcionar suficiente satisfacción a sus ejecutores para motivarlos a aplicarlo cuando alguien produjera una infracción de las reglas conductuales de la comunidad. Para Sauer, en nuestra gramática de la psicología punitiva quedó grabada el gusto por la sanción y, de ahí, “terminamos encontrando placer en la crueldad”. (p. 107).

Sin embargo, el mismo proceso de nuestra evolución social y moral también contribuyó a sensibilizarnos sobre el hecho de que las personas poseen un valor intrínseco, lo que denominamos dignidad de la persona, que nos obliga a tratarlos con humanidad independientemente de que sean infractores de las reglas sociales, salvo que nosotros mismos nos transformemos en bestias iracundas.

De este modo, está en la naturaleza del Estado democrático moderno que, bajo la excusa de castigar a los transgresores, él mismo no puede convertirse en una instancia transgresora de las normas que impiden convertir la justicia en ira vengativa institucionalizada.

Además, como señala Sauer, el factor decisivo en la efectividad del castigo no tanto su severidad como su aplicabilidad. En otras palabras, resulta más efectivo saber que, si violamos las reglas de la comunidad seremos castigados, a que nos amenacen con un castigo severo que sabemos no ocurrirá. Por esto, la existencia real de un régimen de consecuencias es decisiva como un factor disuasivo del comportamiento humano.

Finalmente, no debemos obviar un supuesto filosófico cuestionable que subyace a la defensa de la severidad punitiva: los seres humanos actúan como individuos aislados, responsables absolutos de sus méritos y fracasos, como si el entorno en el que se desarrollan no desempeñara un rol importante en interacción con sus predisposiciones innatas. Abordaré este supuesto en mi próximo artículo.

Leonardo Díaz

Filósofo y ensayista

Doctor en Filosofía. Presidente de la Asociación Dominicana de Filosofía. Premio Nacional de Ensayo Científico (2014). Premio de Ensayo Pedro Francisco Bono (2012). Conductor del podcast de filosofía Conversaciones de la caverna y del programa De Ética TV. Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana por la Comisión de Filosofía y Epistemología. Secretario de la Red Iberoamericana de Filosofía. Profesor Titular de la Carrera Nacional de Investigadores. Autor de Reflexiones filosóficas. Artículos de ética, política y filosofía (2018); Las tensiones de Thomas Kuhn: Una perspectiva crítica para los estudios sociales y culturales de la ciencia (2014); La filosofía y los espacios de la libertad (2012), así como de diversos artículos publicados en revistas especializadas nacionales e internacionales. (leonardodiazsd@gmail.com).

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