“En apenas unos años había desaparecido una población de más de 350.000 judíos. La mayor concentración judía del mundo —con su cultura ancestral, sus libros, sus sabios, sus eruditos, sus hijos y su futuro— había sido aniquilada.

El edificio donde vivieron mis padres había sido borrado del mapa. Los lugares por los que habían paseado unos años antes y las huellas de casi todos sus seres queridos habían desaparecido. Solo conservaban unas cuantas fotos y algunas cartas que milagrosamente sobrevivieron a la devastación de su mundo.

Fue en 2002, al ver la película El pianista de Roman Polanski, cuando tomé verdadera conciencia de cómo había sido Varsovia en 1945: ruinas hasta donde alcanzaba la vista. Había existido una ciudad, una capital, y ya no quedaba nada de ella. El 85% de los edificios habían sido arrasados por los alemanes, barrio por barrio. En el centro no resistía un solo muro; los cadáveres yacían sepultados bajo los escombros que los sobrevivientes removían, buscando vestigios de su vida pasada o dedicándose al saqueo”. (1)

Hoy, al ver Gaza convertida en campo de ruinas, el mismo estremecimiento regresa. Una ciudad entera reducida a polvo. Familias quebradas sin remedio. Niños sepultados bajo muros caídos. La memoria de un pueblo, golpeada sin piedad. Lo que sucede allí no es solo la demolición de viviendas: es la mutilación de la historia de una comunidad. Es la condena de una generación a crecer entre escombros y ausencias.

Varsovia, ayer. Gaza hoy. Dos nombres para una misma verdad: la violencia contra los pueblos deja huellas que no cicatrizan nunca. Los muertos no se sustituyen. Los vacíos permanecen. La herida se transmite a los hijos y a los nietos, que cargan con la memoria de lo perdido.

El horror no quedó encerrado en los libros de historia. Se repite. Y al repetirse, nos acusa. Nos acusa a todos: a quienes lanzan las bombas, a quienes las justifican, y también a quienes callan frente a la devastación. La indiferencia, como la violencia, también destruye. Y frente a ciudades arrasadas, frente a pueblos despojados, el silencio del mundo es otra forma de complicidad.

La memoria de los judíos asesinados en Europa nos impide ser indiferentes. Nos obliga a ser coherentes, a denunciar toda destrucción que borre pueblos enteros de la faz de la tierra. Si calláramos frente a Gaza, traicionaríamos la herencia de quienes murieron y de quienes sobrevivieron para dar testimonio.

(1) Puig, Elisabeth. Ashkénase Blues, Paris, Edition Atlande, 2023.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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