"La primera víctima de la guerra es la verdad."Esquilo.

Casi todos los analistas más conocidos del mundo coinciden en que los cruentos atentados del 11-S de 2001 transformaron drásticamente el panorama geopolítico y pusieron a prueba la hegemonía estadounidense. La respuesta de Washington no se hizo esperar y lanzó la llamada “guerra global contra el terrorismo”, invadiendo Afganistán en 2001 y derrocando al régimen talibán que había dado refugio a Al Qaeda, del mismo modo que años antes la gran potencia había sido protectora del demonio de Bin Laden.

Aquella primera campaña, sustentada en el válido argumento de que se trataba de ataques en el propio territorio estadounidense, contó con amplio respaldo internacional y parecía reafirmar el alcance global del poder de EE.UU. En esa línea, en 2003 la administración de George W. Bush decidió invadir Irak de forma “preventiva”, alegando la amenaza de armas de destrucción masiva que nunca aparecieron. La guerra de Irak resultante fue mucho más controvertida: dividió a aliados occidentales, desató masivas protestas en ciudades de todo el mundo y, con el tiempo, se convirtió en un conflicto prolongado, costoso y devastador, con enormes pérdidas humanas e infraestructurales. La incapacidad para lograr una pacificación rápida, sumada a los abusos cometidos (como las torturas en Abu Ghraib) y las decenas de miles de bajas civiles, erosionó gravemente la autoridad moral de Estados Unidos. Mientras Washington destinaba ingentes recursos militares y financieros a estas guerras, otras potencias aprovecharon su concentración en Oriente Medio para ampliar su margen de maniobra.

La “guerra contra el terrorismo” tuvo también repercusiones ambiguas para la llamada “causa de la democracia”. Por un lado, Estados Unidos proclamó objetivos democratizadores en países como Irak y Afganistán, naciones ajenas a los principios que formalmente sustentan el sistema democrático, intentando instaurar gobiernos electos en sociedades fracturadas y atravesadas por fundamentalismos religiosos. Por otro lado, varios gobiernos autoritarios se ampararon en el nuevo discurso de seguridad y en el debilitamiento de la normatividad internacional para reprimir disidencias internas bajo la etiqueta de extremismo.

Rusia endureció aún más su control en Chechenia, una región históricamente estratégica en el Cáucaso, legitimando su violenta presencia allí bajo el argumento de la lucha antiterrorista. Al mismo tiempo, China comenzó a justificar medidas severas contra comunidades musulmanas en Xinjiang, presentándolas como necesarias para frenar el radicalismo. En Oriente Medio, regímenes autocráticos aliados de Occidente apenas recibieron presiones para democratizarse, siempre que garantizaran cooperación en la agenda antiterrorista. Así, la seguridad y los cálculos geopolíticos terminaron imponiéndose sobre los compromisos con los derechos humanos, erosionando la credibilidad de Estados Unidos como supuesto referente democrático.

El discurso de Washington, en la práctica, toleró y reforzó aquello mismo que decía combatir: la consolidación de estructuras autoritarias que aseguraran su influencia en zonas clave del planeta, en lugar de promover el tan cacareado “orden internacional basado en reglas y principios”.

A mediados de la década de 2000 comenzaron a notarse signos de retroceso en el avance global de la democracia. Instituciones de monitoreo internacional alertaban sobre una posible “recesión democrática”. Freedom House, organización dedicada a evaluar la libertad política, señaló que a partir de 2006 el número de países que sufrían deterioros en derechos políticos y civiles superaba cada año al de aquellos con mejoras, invirtiendo la tendencia positiva de la posguerra Fría. Varios Estados que habían experimentado aperturas democráticas entraron en franca regresión.

Rusia, bajo Putin, desmanteló la pluralidad mediática y centralizó el poder, lo que contribuyó a su resurgimiento como gran potencia tras la hecatombe social, económica y militar provocada por el derrumbe de la URSS; Venezuela, con Hugo Chávez, socavó los contrapesos institucionales y amordazó a la oposición; Tailandia sufrió un golpe militar en 2006 tras años de polarización política; y en África, Zimbabue, sumado a los terribles episodios de asesinatos étnicos masivos, ilustró el estancamiento de las esperanzas democratizadoras. El politólogo Larry Diamond, al igual que Freedom House, comenzó a hablar hacia finales de la década de una “recesión democrática” global para describir esta pérdida de ímpetu reformista “democratizador”.

Al mismo tiempo, el entorno internacional se tornaba gradualmente más multipolar. China, tras años de crecimiento acelerado y plena integración en la economía global (ingresó en la OMC en 2001), emergió como segunda economía mundial hacia finales de la década. Sin adoptar reformas políticas liberales, Beijing incrementó su influencia en Asia, África y América Latina, proyectándose como potencia en ascenso. Rusia, beneficiada por los altos precios del petróleo, recuperó capacidad de acción. Recordemos que en 2008 mostró su disposición a desafiar el orden estadounidense al intervenir militarmente en Georgia, marcando líneas rojas en su esfera regional. Otras potencias emergentes, como India o Brasil, reclamaron mayor voz en asuntos globales y comenzaron a coordinarse en foros como el grupo BRICS para cuestionar la unipolaridad occidental.

En 2008-2009, una severa crisis financiera originada en Estados Unidos sacudió la economía mundial, profundizando las dudas sobre el modelo liberal dominante. La recesión global y el colapso de los mercados financieros dañaron el prestigio de Occidente y generaron malestar social en numerosas democracias. Mientras Estados Unidos y Europa lidiaban con rescates bancarios y desempleo creciente, potencias emergentes como China, Rusia, Brasil y la India proyectaban una imagen de mayor estabilidad relativa, lo que atrajo a varios gobiernos hacia modelos alternativos de desarrollo.

Para 2010, aunque EE.UU. seguía siendo la potencia preeminente, su aura de invencibilidad y liderazgo benevolente se había debilitado. Las guerras prolongadas, las fisuras económicas y el surgimiento de rivales pujantes mermaron su capacidad de moldear unilateralmente los acontecimientos. Asimismo, el impulso democratizador global perdió fuerza, dando paso a una era más compleja en la que las promesas del período 1945-91 —mediando el año 1947 con la Doctrina Truman y el Plan Marshall como ejes de la política de contención del comunismo— aparecían cada vez más lejanas.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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