“Los imperios no se derrumban porque sus enemigos sean fuertes, sino porque se pudren desde dentro.” — Arnold J. Toynbee.
Como lava ardiente que brota de un volcán incontenible, emergieron de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos de Norteamérica convertidos en un imperio formidable. En 1945 y a lo largo de toda la década de 1950, exhibieron un poder económico, tecnológico y militar sin parangón en la historia de la humanidad, capaces de imponer su influencia en todos los rincones del planeta.
De aquellas mismas ruinas humeantes también emergió la Unión Soviética, nacida de la revolución encabezada por Vladímir Ilich Lenin y consolidada bajo el férreo —y a menudo brutalmente represivo— liderazgo que moldeó la unión de quince repúblicas con lenguas, culturas y tradiciones diversas. A pesar de haber quedado devastada y herida de muerte por la guerra, la URSS logró en un lapso sorprendentemente breve levantarse como superpotencia, erigiendo un bloque socialista que se extendió por Europa del Este, Asia, África y América Latina. Su ascenso despertó en millones la esperanza de un camino alternativo de emancipación y justicia social, pero también generó en sus adversarios temores profundos de confrontación nuclear, al margen de un choque ideológico que marcaría la geopolítica mundial durante toda la segunda mitad del siglo XX.
La tensión generada por aquella dualidad irreconciliable y antagónica entre Washington y Moscú terminó por delinear, casi como un surco indeleble, el rumbo del siglo XX. Como la Roma imperial frente a las Galias, el joven poder norteamericano se percibió llamado a expandirse y a asegurar su hegemonía, ya fuese mediante la fuerza militar directa o a través de intrusiones solapadas en los asuntos internos de naciones soberanas. En esa cruzada por contener la influencia de la Unión Soviética, Estados Unidos no escatimó recursos: financió guerras, promovió golpes de Estado, extendió sus redes de inteligencia y utilizó la diplomacia como herramienta de presión, convencido de que el tablero global debía inclinarse siempre a su favor.
Entre 1945 y 1991, la gran potencia del norte intervino directamente en al menos siete conflictos o guerras de gran escala que marcaron el pulso de la Guerra Fría. Veamos: la Guerra de Corea (1950-1953), la prolongada y devastadora Guerra de Vietnam (1955-1975), el desembarco de marines en el Líbano (1958), la fallida invasión de Bahía de Cochinos en Cuba (17 al 19 de abril de 1961), la intervención militar en la República Dominicana (1965), la llamada Operación Furia Urgente en Granada (1983), la invasión a Panamá (1989-1990) y, ya en el umbral del nuevo orden mundial, la Guerra del Golfo (1991). Paralelamente, desplegó una estrategia de intervenciones encubiertas, como el derrocamiento de Mohamed Mossadegh en Irán (1953), el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala (1954) o la conjura que llevó al poder a Augusto Pinochet en Chile (1973), entre las intervenciones militares y conspiraciones más importantes que recordamos en estos momentos.
Tanto las acciones abiertas como las operaciones clandestinas ilustraron la determinación de Estados Unidos de proyectar poder, contener influencias adversarias y asegurar sus intereses estratégicos más allá de sus fronteras, aún a costa de socavar la soberanía de naciones independientes. En todo ello se repitió el consabido patrón de la sustitución de gobiernos incómodos por regímenes funcionales a la lógica geopolítica de Washington.
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Ya en la etapa posterior a la Guerra Fría, con la desintegración de Yugoslavia, Estados Unidos y sus aliados de la OTAN trasladaron la confrontación al corazón de los Balcanes. Primero intervinieron en Bosnia (1992-1995) y más tarde ejecutaron cruentos bombardeos contra las fuerzas serbias en Kosovo (1999), inaugurando así una fase de “intervenciones humanitarias” selectivas que, bajo la bandera de la democracia, consolidaron a EE. UU. como poder militar indiscutible del nuevo orden unipolar.
Todo cambió de manera drástica en 1991 con la desintegración de la Unión Soviética. Washington se encontró ante una coyuntura inédita que le ofrecía la posibilidad de consolidar un poder absoluto sin contrapesos reales. Fue entonces cuando se proclamó, con un optimismo arrogante, el supuesto “fin de la historia”. Amparados en esa narrativa, se multiplicaron las intervenciones militares al mismo tiempo que se desplegaba un neoliberalismo triunfante que, bajo el disfraz de la globalización, impuso reformas económicas y políticas ajustadas a los intereses occidentales en vastas regiones del planeta.
Esa lógica se profundizó con la invasión de Afganistán (2001) tras los atentados del 11 de septiembre, la devastación de Irak (2003) bajo el pretexto de las inexistentes armas de destrucción masiva, la intervención en Libia (2011) que redujo al país a un Estado fallido y la prolongada injerencia en Siria, donde el cambio de régimen se disfrazó de apoyo a la llamada “oposición moderada”.
Lejos de consolidar la hegemonía prometida, estas operaciones terminaron mostrando sus límites. La caótica retirada de Afganistán en 2021, un Irak convertido en foco permanente de inestabilidad, una Libia fragmentada y en guerra permanente, y Siria dirigida hoy por antiguos militantes del Estado Islámico, pese a años de guerra y sanciones. En el período postsoviético, la supremacía estadounidense no se sostuvo en el consenso internacional, sino en el uso sistemático de la fuerza, cuyo costo político, humano y estratégico reveló la imposibilidad de sostener indefinidamente el orden de posguerra.
Al mismo tiempo, los acuerdos de seguridad alcanzados con Moscú fueron violados abiertamente, cuando no ignorados con premeditada indiferencia. La OTAN inició una expansión hacia el este que, década tras década, terminó por cercar a Rusia desde prácticamente todas sus fronteras. Ese avance estratégico alcanzó su punto álgido al convertir a Ucrania en punta de lanza, transformándola en el escenario principal de la confrontación con Rusia que ya iniciaba un despegue multidimensional sorprendente.
Por un tiempo, pareció que el mundo unipolar encabezado por Estados Unidos sería eterno y que sus principales potencias tenían las manos desatadas para imponer su voluntad a escala global. La ilusión de un dominio incontestable se proyectaba como destino inevitable de la humanidad.
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