Quizás escribo sobre migración porque sigo siendo una migrante. No en el sentido administrativo ni legal, sino en un terreno más difícil de expresar: en la forma de habitar las fiestas, los rituales, en la idea misma de casa. Después de tantos años en la República Dominicana, todavía hay Navidades en las que me siento extraña.
En este caso, hablar de migración deja de ser un debate abstracto. Migrar no es solo cruzar una frontera: es aprender —o no— a compartir símbolos, silencios, mesas y ausencias. Es descubrir que hay momentos del año en los que la distancia pesa más, incluso cuando se ha construido una vida en otro país.
La República Dominicana conoce bien esta experiencia. Millones de dominicanos viven fuera y celebran estas fechas lejos de su tierra. Al mismo tiempo, miles de personas migrantes —especialmente haitianas y venezolanas— viven aquí, trabajan aquí y pasan estas festividades lejos de los suyos. Somos, a la vez, quienes se van y quienes reciben.
En estas fechas, cuando tantos están lejos de su tierra, la invitación es sencilla y profunda: reconocer en el otro no una amenaza, sino una historia humana.
Y, sin embargo, no todos los desplazamientos se miran igual. Hay migraciones que se integran sin mayor fricción y otras que parecen no terminar nunca por ser aceptadas. No se trata solo de leyes o políticas públicas, sino de algo más cotidiano y silencioso: la forma en que se mira al otro, la manera en que se le hace sentir —o no— parte.
La Navidad acentúa esa diferencia. Es tiempo de casa, de pertenencia, de gestos compartidos. Pero también es tiempo de extrañeza. Lo saben los dominicanos que celebran en Nueva York o Madrid. Lo saben las personas migrantes que pasan estas fechas en la República Dominicana, en una tierra que les da trabajo y vida diaria, pero que no siempre les concede abrigo simbólico.
La tradición cristiana que marca estas festividades lo recuerda con claridad: Jesús nació como migrante, fue desplazado, dependió de la acogida de otros. No es un detalle anecdótico del relato navideño; es su centro.
Desde esa mirada cobra sentido la campaña Hazlo sentir en casa, impulsada por el Colectivo Migración y Derechos Humanos con motivo del Día Internacional de las Personas Migrantes que se celebra el jueves 18 de diciembre. No propone soluciones técnicas ni discursos grandilocuentes. Propone algo más exigente: un gesto cotidiano de reconocimiento.
Millones de dominicanos viven fuera y celebran estas fechas lejos de su tierra. Al mismo tiempo, miles de personas migrantes —especialmente haitianas y venezolanas— viven aquí
Hacer sentir en casa no es borrar diferencias ni negar complejidades. Es aceptar que la dignidad no depende del origen, del acento ni del estatus migratorio. Es comprender que la convivencia empieza por el trato.
Un país no se define solo por cómo controla sus fronteras, sino por cómo recibe a quien cruza su puerta. En estas fechas, cuando tantos están lejos de su tierra, la invitación es sencilla y profunda: reconocer en el otro no una amenaza, sino una historia humana.
Hacer sentir en casa no debilita a la República Dominicana. La humaniza.
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