El giro neoproteccionista de Estados Unidos, con aranceles universales y selectivos, ha cambiado las condiciones del comercio internacional y obliga a replantear estrategias. Para República Dominicana, la prioridad es avanzar hacia una política industrial seria y coherente, que refuerce la competitividad productiva y asegure un mejor desempeño externo. La experiencia de Costa Rica muestra que esta ruta es posible e indispensable para revertir el rezago y convertir el comercio en motor de desarrollo sostenible.

  1. Costa Rica: coherencia y estrategia frente a la improvisación

La República Dominicana ha carecido de una política industrial clara y sostenida. Sus esfuerzos se han reducido a incentivos tributarios aislados y programas puntuales sin continuidad, limitando la capacidad del país para aprovechar acuerdos internacionales y adaptarse a un comercio global cambiante. El resultado ha sido un entramado productivo de baja productividad, poca diversificación y limitada inserción internacional.

Costa Rica, en cambio, entendió que la apertura ha de acompañarse de una estrategia industrial integral orientada a la transformación productiva. Apostó por inversión extranjera de calidad, encadenamientos productivos locales y sectores de mayor sofisticación, logrando un posicionamiento competitivo en el marco del DR-CAFTA.

El problema dominicano no reside en la ausencia de diagnósticos. Organismos como la CEPAL, el BID o la OCDE han ofrecido abundante evidencia y recomendaciones para una política industrial de transformación productiva. El verdadero déficit ha sido la falta de voluntad política, coherencia y compromiso sostenido por parte de los involucrados. Puesto que la política industrial es cosa público-privada, sin un pacto serio entre los dos actores fundamentales —el estado y el empresariado— no es posible generar un marco regulatorio responsable y estable ni ejecutar proyectos de largo plazo que fortalezcan la base productiva nacional. La consecuencia ha sido un aparato industrial vulnerable y de bajo valor agregado. Sus encadenamientos productivos son muy limitados y enfrenta serias dificultades para integrarse en cadenas globales de valor y adaptarse a los cambios del contexto internacional.

Por su parte, Costa Rica supo desde temprano que abrirse al comercio no bastaba. Entendió que debía acompañar la apertura con una política industrial coherente, capaz de orientar la estructura productiva hacia sectores de mayor sofisticación e innovación. Esa visión permitió atraer inversión extranjera de calidad, consolidar encadenamientos locales y construir un sistema nacional de calidad que dio confianza a los mercados más exigentes. Gracias a esa articulación entre educación pública, estabilidad institucional e impulso a la innovación, el país diversificó su base productiva y convirtió sectores como el de dispositivos médicos en pilares de competitividad y resiliencia.

El contraste es evidente. Mientras Costa Rica diseñó e implementó una estrategia industrial integral, la República Dominicana ha gestionado su política de manera coyuntural, sin visión de largo plazo. El resultado es un aparato productivo con limitado acceso a mercados de mayor sofisticación y una persistente dependencia de sectores tradicionales. En consecuencia, mientras Costa Rica capitalizó las oportunidades del DR-CAFTA y fortaleció su inserción global, la República Dominicana ha quedado rezagada. Superar este desfase exige asumir una política industrial integral que, más allá de diagnósticos, apueste a la calidad, la innovación y la institucionalidad como ejes para transformar sus ventajas estratégicas en un desarrollo sostenible.

Los ejes de la transformación productiva

La experiencia costarricense ofrece lecciones concretas que la República Dominicana debería considerar. En primer lugar, la diversificación productiva. Costa Rica apostó por sectores distintos a los tradicionales, combinando exportaciones agrícolas con manufacturas de alto valor y servicios especializados. Esta diversificación le dio mayor estabilidad frente a crisis externas y le permitió competir en segmentos dinámicos del comercio global. La República Dominicana, en cambio, mantiene una alta concentración en zonas francas con bajo nivel de encadenamiento y sectores de escaso valor agregado.

En segundo lugar, la inversión en capital humano. Costa Rica entendió que sin una fuerza laboral calificada no podía sostener su estrategia de atracción de inversión extranjera. Fortaleció la educación técnica, impulsó la enseñanza del inglés y creó programas de vinculación entre universidades y empresas. La República Dominicana apenas muestra avances puntuales, lo que limita su capacidad para competir en sectores sofisticados y de alta tecnología.

Un tercer aspecto es el entorno regulatorio. Costa Rica brindó a los inversionistas reglas claras y estabilidad institucional, generando confianza y atrayendo decisiones de largo plazo. En la República Dominicana, la inestabilidad normativa, la burocracia y la falta de continuidad en las políticas han erosionado esa confianza, encareciendo los costos de transacción y restando atractivo a la innovación productiva.

En cuarto lugar, la integración en cadenas globales de valor. Costa Rica fomentó el vínculo entre empresas locales y multinacionales, facilitando la transferencia tecnológica y el aprendizaje productivo. La República Dominicana ha tenido menos éxito: sus zonas francas, aunque relevantes, no se articulan suficientemente con el resto de la economía, reduciendo el efecto multiplicador de la inversión extranjera.

En quinto lugar, Costa Rica incorporó la sostenibilidad como eje estratégico de su política industrial, convirtiéndose en referente regional en energías renovables, protección ambiental y responsabilidad empresarial. Esto le otorga ventajas competitivas en un mundo donde consumidores y socios valoran crecientemente esos criterios. La República Dominicana, aunque con iniciativas en marcha, aún no ha integrado la sostenibilidad como componente central de su política productiva.

Finalmente, Costa Rica entendió desde los noventa que sin un sistema nacional de calidad robusto no podía insertarse en cadenas de valor globales. Por eso consolidó instituciones de acreditación y normalización, vinculó la calidad en su estrategia exportadora y a la atracción de inversión extranjera, y convirtió la certificación en un sello de competitividad. En cambio, República Dominicana ha tratado la política de calidad de forma fragmentada, lo que limita la capacidad de sus empresas para cumplir estándares internacionales, encareciendo su acceso a mercados y frenando la sofisticación de su base productiva.

En suma, la lección de Costa Rica es clara: una política industrial coherente y sostenida marca la diferencia. No basta con abrir mercados, hay que competir en ellos con un aparato productivo innovador, diversificado y resiliente. La República Dominicana necesita una visión y voluntad política capaces de movilizar un pacto nacional que alinee gobierno y empresariado en torno a un desarrollo productivo compartido.

Sin ese compromiso, el país quedará atrapado en la improvisación y, en el mejor de los casos, en un crecimiento anárquico, rezagándose frente a sus competidores. Con él, en cambio, podría transformar su economía y replicar, en sus propios términos, los avances de Costa Rica, que ha sabido convertir su capital cultural, social y ambiental en motor de desarrollo. Ese es hoy el verdadero desafío que plantea el giro neoproteccionista de Estados Unidos: contar, o no, con una política industrial a la altura de los tiempos.

Juan Tomás Monegro

Académico y consultor.

Economista, graduado en México. Académico y consultor. Doctorado en Economía. Ex viceministro de Desarrollo de Industria, Comercio y Mipymes, y ex Viceministro de Planificación en el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (MEPyD).

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