En cada época de crisis, las civilizaciones se definen no por su capacidad de hablar sobre la paz, sino por su voluntad de imponer orden cuando el caos amenaza con devorar la moral común. Gaza es hoy el último escenario de esa lucha milenaria entre la fuerza que construye y la violencia que destruye.
Durante medio siglo, los presidentes estadounidenses han buscado reconciliar dos principios: la seguridad del Estado de Israel y la autodeterminación palestina. De Carter a Obama, pasando por Clinton y los Bush, el lenguaje de la diplomacia se hizo más sofisticado, pero los resultados más pobres.
Las élites internacionales aprendieron a confundir proceso con progreso, y a sustituir el deber moral de actuar por la comodidad del discurso.
La ruina del idealismo sin responsabilidad
Desde los Acuerdos de Oslo hasta las interminables resoluciones de Naciones Unidas, se construyó un espejismo: el de una paz garantizada por declaraciones, conferencias y ONG. Pero Gaza nunca fue víctima de la falta de ayuda internacional; fue víctima de la ausencia de responsabilidad interna.
Miles de millones de dólares en asistencia se diluyeron entre corrupción, túneles y armas, mientras una generación creció instruida en el odio y el victimismo.
Occidente, en su culpa postcolonial, aceptó como “expresión cultural” lo que en realidad era una maquinaria de adoctrinamiento y terror. Se perdonó lo imperdonable: el uso de escuelas, hospitales y mezquitas como escudos humanos. Esa indulgencia moral fue el verdadero obstáculo para la paz, no la fuerza israelí ni la política norteamericana.
El retorno de la realpolitik moral
La nueva estrategia bajo el presidente Donald J. Trump y el secretario de Estado Marco Rubio ha roto con ese ciclo de complacencia. Por primera vez en décadas, la diplomacia estadounidense ha sustituido los gestos por las condiciones, y las promesas por la verificación.
El acuerdo para la reconstrucción de Gaza no ofrece esperanzas vagas, sino exigencias concretas: desmilitarización, supervisión internacional y exclusión de los extremistas del poder.
El mensaje es claro: no hay paz sin ley, ni reconstrucción sin orden.
Y esa verdad, tan antigua como la civilización misma, es la que las democracias occidentales habían olvidado. Trump no inventó esa filosofía; la reinstauró, recordando que la compasión sin autoridad es debilidad, y que la paz duradera se construye sobre la fuerza disuasiva, no sobre la culpa histórica.
Lecciones para el mundo libre
La lección trasciende el Medio Oriente. Los países que valoran su libertad —desde Israel hasta la República Dominicana— deben entender que la seguridad es la primera condición de la democracia.
Sin fronteras protegidas, sin instituciones fuertes y sin consecuencias claras para quienes socavan el orden, ninguna república puede sobrevivir.
La paz exige jerarquías: primero el orden, luego la justicia, y solo después la reconciliación
Lo que hoy ocurre en Gaza tiene ecos universales:
• Que la paz no nace del consenso, sino del respeto al poder legítimo.
• Que los enemigos de la civilización aprovechan cada signo de duda moral.
• Que los gobiernos que buscan ser amados por todos terminan respetados por nadie.
La historia demuestra que el caos nunca se autolimita. Solo la determinación moral, acompañada de fuerza y disciplina, lo contiene.
Eso explica por qué las potencias decadentes suelen perecer no por invasión externa, sino por fatiga moral interna: dejan de creer en su propio derecho a existir.
El silencio de los cínicos
La reacción de muchas cancillerías occidentales ante el acuerdo de Gaza ha sido predecible: escepticismo, tecnicismos y el mismo moralismo vacío que durante años disfrazó la inacción.
Los mismos que no pudieron evitar la devastación ahora cuestionan a quienes la detuvieron.
Pero el pragmatismo no es cinismo. Es la comprensión madura de que la paz exige jerarquías: primero el orden, luego la justicia, y solo después la reconciliación.
Esa es la secuencia que las democracias estables —como la dominicana— han aprendido a su manera. Sin disciplina institucional, el pluralismo degenera en caos; sin responsabilidad, la libertad se convierte en impunidad.
Occidente, entre la duda y el deber
El acuerdo de Gaza simboliza más que una victoria diplomática; representa un renacer del espíritu occidental, ese que alguna vez combinó fe en la libertad con voluntad de defenderla.
Durante años, Europa y gran parte del establishment norteamericano abrazaron una forma de escepticismo autodestructivo: el relativismo moral. Hoy, ese relativismo es un lujo que el mundo libre ya no puede costear.
La historia no recordará este momento por su diplomacia sutil, sino por su claridad moral: la convicción de que hay diferencia entre el bien y el mal, entre el agresor y la víctima, entre la civilización y la barbarie.
Esa distinción —tan obvia, pero tan olvidada— es la que ha devuelto a Estados Unidos su papel de líder, no por poder, sino por propósito.
Conclusión: La fuerza que conserva la paz
La paz no es un estado natural del mundo; es un logro que se mantiene a costa de vigilancia y sacrificio.
El acuerdo en Gaza nos recuerda que el liderazgo no se mide por la cantidad de aliados complacientes, sino por la capacidad de decir la verdad cuando el mundo prefiere la comodidad de la mentira.
Occidente ha despertado, aunque tarde, a la realidad que siempre conoció:
Solo quien defiende con firmeza lo que ama tiene derecho a conservarlo.
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