Hace semanas tuve una mala experiencia en una afamada academia en la que mi hija más pequeña tomaba clases de deporte, hasta esa tarde. Como madre, uno siempre trata de mediar las situaciones de manera diplomática, conciliadora y evita a toda costa los enfrentamientos, pero hasta un punto. Ese punto llegó esa tarde cuando la niña me escribe apenas minutos después de dejarla para que la recoja, sin muchas explicaciones, pero noto de inmediato que algo pasaba.
No le pido muchos detalles, la recojo y desde que se monta en el vehículo empieza a llorar. Como no puede hablar, le pido que me escriba lo que le pasa; además de que probablemente sea más sencillo expresar sus sentimientos así. Me explica y sin más ni menos, la situación me obligaba a devolverme, enfrentar y reclamar con carácter la falta de cuidado, de consecuencias la ausencia del sentido de compañerismo que debe primar en una academia que se supone forma atletas.
Normalmente, los padres evitamos resolver las situaciones de los hijos y uno se aparta, pero este no era un momento de esos. Me desmonté, la dejé en el vehículo con su hermano mayor, enfrenté la situación y reclamé sus derechos como niña y los míos como madre que confiaba en ellos hasta ese momento. Además, la firme convicción de que esa academia ese día perdía una clienta y se ganaba una mala referencia de mi parte. Sin ánimos de dañar, más que apegada a la verdad de una situación fea, incómoda, que ponía en evidencia su dejadez, escasa supervisión, cuidado y falta de disciplina.
Aquel detalle parece pequeño ante los ojos de nosotros, pero me llevó a reflexionar durante días sobre la importancia de los hijos sentirse respaldados y cuidados por sus padres en su justa dimensión. Cuánto cambia la seguridad de un muchacho que se siente con la certeza de que papá y mamá escuchan y los defienden si es necesario. Que uno deja que ellos se abran camino, que resuelvan sus conflictos solos, que aprendan de la vida y sus lecciones, pero que ante cualquier eventualidad, siempre está el respaldo de los padres para protegerlos en la medida de lo posible y lo correcto de sus acciones.
Saberse respaldado cambia el juego hasta para nosotros, los adultos, imaginemos para los muchachos adolescentes el significado y valor de estar y saber estar para ellos.
Además, la satisfacción propia de hacer lo que nos corresponde como padres, de protegerlos y que se sepan escuchados y valorados, no tiene precio. Claro que hay dejarlos ser, que tropiecen, caigan y se levanten, pero también que entiendan que el amor de mamá y papá es incondicional, que su palabra vale mucho y sus sentimientos cuentan para nosotros. A fin de cuentas, para los padres los hijos crecen y siempre se quedan siendo los chiquitos que vimos nacer ante nuestros ojos.
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