En los últimos años, República Dominicana ha presenciado la extradición a Estados Unidos de más de una decena de personas vinculadas orgánicamente al Partido Revolucionario Moderno (PRM): dirigentes locales, funcionarios municipales y legisladores electos, varios de los cuales desempeñaron roles directos en campañas electorales, incluso en la del hoy presidente. Este dato es innegable y, por sí solo, plantea interrogantes legítimas sobre los mecanismos de control interno y la fortaleza institucional de los partidos políticos; en especial del PRM, que hoy detenta el poder y controla los órganos de investigación, pues si figuras de otras organizaciones políticas hubiesen estado envueltas en hechos similares, con toda probabilidad también habrían terminado extraditadas o incluso procesadas en la justicia dominicana.
A ello se suma un elemento adicional: muchos de estos extraditados han optado por colaborar con la justicia norteamericana. La práctica es conocida en el sistema penal federal: quienes enfrentan cargos por narcotráfico y lavado suelen negociar reducciones de condena a cambio de información sobre rutas, operaciones, redes y vínculos. No es necesario entrar en conjeturas; basta reconocer que este tipo de cooperación constituye un insumo de inteligencia que EE. UU. valora y utiliza.
Lo que sí resulta llamativo es el contraste entre esa dinámica judicial en Estados Unidos y la ausencia de acciones equivalentes en República Dominicana. Mientras fiscales norteamericanos presentan acusaciones detalladas y obtienen confesiones, nuestras autoridades no parecen haber iniciado investigaciones internas ni han presentado sometimientos derivados de esos mismos hechos. No existe un solo expediente local que refleje las confesiones ya conocidas de los imputados en cortes estadounidenses. En términos institucionales, esto plantea un problema: si otro país está procesando casos que involucran directamente a actores políticos dominicanos, ¿por qué nuestras propias instituciones no actúan?
La reciente intervención pública del presidente del PRM —y ministro de la Presidencia— agrega otra pieza al cuadro. En su discurso, admitió que los casos conocidos no son todos y que el fenómeno trasciende a las personas ya extraditadas. Más allá de matices políticos, sus palabras reconocen la existencia de un problema real que afecta al propio partido de gobierno y que exige un abordaje serio y transparente.
Todo esto ocurre en un contexto de creciente cooperación en materia de seguridad entre República Dominicana y Estados Unidos. La visita del secretario de Guerra de EE. UU., así como los acuerdos que permiten el uso de aeropuertos dominicanos para operaciones contra el narcotráfico, indican que Washington percibe la región —y a nuestro país— como un punto clave en la lucha internacional contra el crimen transnacional. Es legítimo preguntarse hasta qué punto la información obtenida en las cortes estadounidenses influye en esa agenda de cooperación y en las prioridades que ambos países están estableciendo.
No se trata de insinuar presiones indebidas ni conspiraciones geopolíticas. Se trata, sencillamente, de observar que varios procesos coinciden en el tiempo: extradiciones de dirigentes vinculados al partido gobernante, confesiones y cooperación judicial en Estados Unidos, ausencia de investigación local, reconocimiento público de la magnitud del problema y, simultáneamente, un incremento notable de la colaboración bilateral en temas de seguridad. Los hechos están ahí; ignorarlos sería irresponsable.
República Dominicana necesita instituciones fuertes que actúen con independencia y transparencia, sin importar el color político del gobierno de turno. La lucha contra el narcotráfico no puede descansar exclusivamente en la acción de otro país. De igual manera, la política debe ser capaz de reconocer fallas, corregir rumbos y blindar sus estructuras internas para evitar que actores criminales encuentren espacios de influencia.
El desafío para el liderazgo nacional —incluyendo al gobierno actual y a todos los partidos políticos— es fortalecer el sistema de controles, garantizar investigaciones imparciales y dar señales claras de que el crimen organizado no tendrá cabida en la vida democrática del país. La ciudadanía merece esa garantía, y el sistema político debe estar a la altura.
Compartir esta nota