La crisis venezolana no proyecta un simple dilema; plantea un trilema político y urge un cuarto camino con salida. El drama de fondo en el trilema son tres opciones que parecen soluciones, pero que de cerca revelan ser callejones sin salida. Dictadura perpetua, intervención imperial o pasividad cómplice: esas son las alternativas sobre la mesa; las tres, inaceptables. Y no es teoría, es cosa de la vida real. Es la experiencia vital de millones de venezolanos que padecen hambre, represión, persecución, exilio, miedo. Y es también una prueba punzante para América Latina, impelida a repensar su historia de dictaduras, intervenciones y neutralidades cómodas.

  1. El poder impuesto y el drama humano

El primer vértice del trilema es el régimen mismo. Desde hace más de dos décadas, el chavismo y sus herederos han convertido la permanencia en el poder en un fin absoluto. No se trata únicamente de elecciones enturbiadas o de un presidente ilegítimo, que lo es. Se trata de un régimen mañoso, que cada vez que se enfrenta a la posibilidad de alternancia levanta un muro con prácticas de persecución política, encarcelamientos, inhabilitaciones y represión abierta. No estamos ante un gobierno debilitado, sino ante un régimen apadrinado y atrincherado en las armas.

El costo humano de esa imposición es evidente. Según datos de organismos internacionales —ACNUR, plataforma R4V, y más— entre 25% y 27% de la población venezolana ha emigrado desde el ascenso de Hugo Chávez, en 1999. Han huido, formando una diáspora continental, la más grande de la región en la historia contemporánea. Los que permanecen en el país viven entre apagones, inflación desbordada, hospitales colapsados, desabastecimiento y violencia cotidiana. La vida diaria se vive a duras penas.

Sed justos, lo primero”. Verdad de Dios: el drama venezolano no comenzó con el chavismo. Los gobiernos de la bonanza petrolera dilapidaron los recursos y destruyeron las instituciones; de aquellos vientos vinieron estos lodos. Esa irresponsabilidad incubó el descontento social y abrió la puerta a Chávez. El chavismo fue, en gran parte, la consecuencia de aquel fracaso democrático. Pero si el mal venía de antes, con el régimen el drama humano se volvió insoportable. Allí no hay vida.

Discrepancias aparte, mientras Chávez tenía un carisma que conectaba con sectores populares, sus sucesores carecen de esa mística. Sólo queda la retórica del “socialismo del siglo XXI”: un saludo a la bandera, una fórmula vacía invocada por evangelistas sin fe a ovejas carentes de esperanza, que funciona menos como proyecto de futuro y más como insustancial excusa de permanencia. En nombre de esa coartada ideológica se justifican negocios, privilegios, represiones. Venezuela, país lleno de recursos naturales, sociales y ambientales —antes alegre y abierto—, se ha vuelto una nación empobrecida, quebrada y entristecida, donde el drama humano es la medida cotidiana de la política.

  1. El tablero internacional y la sombra de la intervención

El segundo vértice del trilema se juega más allá de las fronteras. El régimen chavista no sobrevive sólo por su aparato de represión, sino también por sus alianzas internacionales. Cuba, Rusia, China e Irán fungen como soportes angulares que garantizan la permanencia del poder a cambio de beneficios estratégicos y económicos. Un quid pro quo en el que, petróleo, gas, oro y otros recursos naturales se transforman en moneda de corso.

Este entramado convierte a Venezuela en una pieza del ajedrez geopolítico global. Estados Unidos, desde su lógica imperial, teme quedar desplazado de un país convertido en plataforma de sus rivales. El conflicto fronterizo con Guyana lo ilustra: más que un litigio territorial, allí se disputa el control de vastas reservas petroleras y la influencia sobre el Caribe.

En este contexto, Washington amaga con una intervención militar bajo la retórica de “defender la democracia” o “combatir al narcotráfico”. Pero América Latina conoce demasiado bien esa historia. En República Dominicana, en 1965; en Panamá, en 1989; y en tantos otros episodios más, la narrativa fue la misma: salvar la democracia, restaurar el orden. El resultado, en cambio, fue la ocupación, la dependencia y cicatrices aún abiertas. Ninguna de esas intervenciones fue un gesto auténtico de buen samaritano. Fueron actos de poder que dejaron heridas profundas.

En países con memoria histórica viva, la sola idea de marines desembarcando despierta rechazo visceral. Las intervenciones de Estados Unidos nunca vinieron para curar, sino para dominar, controlar y extraer. Y resuena la décima aquella del poeta santiaguero: “Si tú ves a un hombre blanco/En casa de un prieto un día/O le debe el prieto al blanco/O es el prieto la comía” (Juan Antonio Alix). La intervención que hoy se baraja para Venezuela no sería la excepción. Vienen por la comida. No quepan dudas.

  1. Neutralidad: antiparábola del buen samaritano

El tercer vértice del trilema es el principio de “no intervención”, consagrado en la Carta de la ONU: una postura que países como México defienden con rigor. Sobre el papel suena como respeto a la soberanía y apuesta por la paz, en la práctica funciona como un mantra repetido, convertido en cómoda coartada. Pero, en un país donde el poder armado reprime y hambrea, esa neutralidad favorece siempre al opresor.

La parábola del buen samaritano (Lucas 10, 25) ofrece aquí otra lección: el verdadero auxilio no se limitó a abstenerse, sino que asistió al herido. En contraste, la no intervención es la antiparábola —la némesis— del buen samaritano: indiferencia disfrazada de respeto. Postura que, en estas circunstancias, se traduce en abandono. Una pinta farisaica: dejar hacer, dejar pasar. Dejar morir.

Así se configura el trilema venezolano. Tres caminos, tres opciones selladas con la misma salida: dictadura, intervención imperial o neutralidad cómplice: tres caminos que aseguran la perpetuidad del drama humano. Ninguno ofrece libertad ni paz. Ni vida en abundancia.

¿Y si la salida realista no fuera un ideal imposible, sino la vieja práctica de alternancia democrática? Imperfecta, sí, pero capaz de asegurar relevo político, preservar la paz social, evitar perpetuidades, y sostener la dignidad nacional y el desarrollo de los venezolanos.

Conclusión

La verdadera pregunta no es cuál de esos tres caminos tomar. La pregunta es cómo forjar un cuarto. Uno que conjugue auxilio, respeto y justicia, que acompañe sin dominar, que apoye sin imponer, que devuelva a los venezolanos el derecho de decidir su destino.

Ese es el desafío que interpela no solo a Venezuela, sino a toda América Latina: superar la trampa de los extremos, escapar de la comodidad de la neutralidad y del peso de la imposición, y construir una alternativa que no repita los fracasos del pasado.

Porque Venezuela no enfrenta un dilema, sino un trilema. Y de este trilema solo se saldrá si se encuentra un cuarto camino que cure sin cadenas y acompañe sin látigos. De lo contrario, lo que vendrá no será libertad, sino otra cárcel con distinto carcelero.

Juan Tomás Monegro

Académico y consultor.

Economista, graduado en México. Académico y consultor. Doctorado en Economía. Ex viceministro de Desarrollo de Industria, Comercio y Mipymes, y ex Viceministro de Planificación en el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (MEPyD).

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