Hace unos días realizando un trabajo etnográfico entrevisté a una señora de 87 años. Es una herbolaria que todavía cura con plantas a su familia y amigos. Conversamos sobre medicina natural, terapéutica tradicional, especies de plantas y huertos. En sus relatos memorizó sobre los lugares de Santo Domingo que visitaba para ir a curarse. Recordó el antiguo hospital la Angelita y la Clínica Záiter, entre otras muchas, que ya han desaparecido. Hiló y nombró sobre la sonrisa de la madrugada y de los médicos de confianza, a los cuales visitaba para sanar aquellas enfermedades que no podían ser curadas con sus plantas.
Ella vivió en un pueblo y se dedicó a su familia y al trabajo fuera de la casa. Tenía un puesto de venta de flores, plantas medicinales y espirituales en un barrio de clase alta, según comentó. Yo me traslade a siglos pasados cuando las esclavizadas recogían la ciudad con sus cargas de hojas, flores y frutos de la tierra para llevar su ganancia cada día a los amos. Le llamaban negras ganadoras. Así mismo expresó en su relato: “yo iba a ganarme la vida, llevando una carga de flores y hojas”.
Una mujer que no poseía tierra para la siembra. No tenía propiedad ni un dueño. Aprendió de sus mayores, la tradición de curarse, reproduciendo la vieja terapéutica colonial. Contó que se ganaba la vida vendiendo flores y hojas para poder sostener la familia numerosa que procreó con su esposo ya fallecido.
Durante la entrevista varias veces mi alma se alegró por su memoria. No hay olvido. Tiene en su cuerpo de mujer, la ternura para amar y resistir el dolor con la esperanza brotando de la piel. Así como los ríos que fluyen mojando los pies. Cada día atravesaba la ciudad y llevaba flores para adornar los jarrones de las clases pudientes. María alegro estancias y mesas que tenían abundante alimentos. También fue consultada para medicina. Le solicitaron las hojas para sanar aquellas cosas que no se atrevió a contarme, pero que insinuó en voz baja que eran medicina. Yo intuyo que eran manojos de ramas, hojas, hierbas que curan el alma. Ella con sus alas extendidas me hizo temblar. Y dijo: “yo crié catorce hijos y ninguno salió ladrón”.
Doña María habla desde su corazón.
Ambas sonreímos. Pensé en los ecos de voces perdidas de mujeres anónimas por la invisibilidad del patriarcado y de la pobreza. Una mujer que crea una comunidad sana, dando lo mejor de sí misma para su familia y la nación. Una mujer que todavía lleva en sus manos el sabor de las lágrimas y la carencia de un Estado/nación, ajeno a las velas que se encienden para crear buenos ciudadanos y fuerza para seguir empujando la vida.
Miré a mi alrededor y pude ver una gallina. Me explicó sobre la complicación de las gallinas que no van a su nido y prefieren la silla de su cocina. Ella sonrió con tal belleza que derribó la autoridad del gallo. Su hermosa y sencilla vida es como las flores frescas que llenaban los jarrones y tiestos de las plantas de su balcón.
A su edad, energética y vital no desmayó con las horas. Contó que todavía cocinaba con hierbas y que se curaba con plantas. Relató sobre tantas cosas perdidas y entre ellas, las plantas que recogía del patio y las que estaban en el monte cercano. Narraba que se iba a pies a recoger hierbas medicinales para vender o usar para sus hijos y amigos. Expresó bajando la cabeza y con pena: “El pueblo se comió el monte”.
En ese instante sentí un escalofrío y seguí indagando en su silencio. Y volvió y dijo “se lo tragó”, no se preocuparon por los árboles grandes, ni las hierbas con la que se curaban. Se olvidaron de los días alegres donde se recogían los frutos gratis y los muchachos revoloteaban en el monte. Ya no hay arroyuelos limpios para bañarse y divertirse. Hoy son charcos de veneno. Muchas plantas desaparecieron, por eso no pueden curarse. No sabe si existen en otro lugar, porque no camina por otros pueblos y no hay por donde recoger buena medicina.
Levantó la cabeza con ojos de tristeza y dijo es el mundo. Siguió contándome sobre los árboles de almácigo (Bursera simarouba), las viejas parteras, los purgantes con chacaro (Cassia fistula) para los parásitos, las gárgaras con guatapanal (Peltophrorum berteroanum), el Aniceto (Lunania ekmanii), el Ajai (Macroptilium lathyroides), entre muchas.
Una verdadera herbaria que se entristece por las mermas de las plantas y los bosques. Todavía recuerda sobre la terapéutica para sanar el alma, cuerpo y sentidos de la vida. Yo pensé en la crisis climática, la falta de cumplimiento de la ley sobre los territorios y la lucha de mis viejos amigos botánicos. Siguió diciendo que a nuestros ojos, los montes se hicieron pueblos. Sentí desconsuelo, se nos van de las manos tantas especies botánicas y terapéuticas valiosas para curarnos. Salí del lugar con mucha nostalgia y pensando en dichos relatos.
En el hoy, la política es solo extractivismo y el uso intensivo de combustibles fósiles. Cada año se desechan los móviles, los jóvenes se preocupan más por la imagen de su cuerpo. Otros, simplemente odian y tienen con ellos un portafolio de guerra. ¿Los diálogos con la tierra se acabaron? Creo que es la apuesta que están asumiendo, los hombres que gobiernan el mundo. Eso me duele. Mientras a María se la lleva el tiempo, abriendo sus manos. Ella habla con las plantas y creen que la comunidad se tiene que apegar a la naturaleza.
Las lluvias nublaron mis ojos en el camino. Quizás no pueda estrechar sus manos de nuevo, ni sentir su esperanza. Son mis dolores, en los finales de una estación. Doña María habla desde su corazón. Entre ella y yo tejemos historias, como si quisiéramos que el nuevo colchón ortopédico ahuyente los malos sueños de la ciudad. Tejo estas líneas y me preguntó si el amor tendría los secretos para frenar las patas del animal urbano. Gracias a Dios, María forma parte de un océano de voces comunitarias que claman milagros en los lugares de abrazos y de sonrisa y de montes.
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